Al igual que tratándose de cualquier otro producto, el comercio de la droga está sujeto a reglas que tienen validez permanente. El hecho de ser un rubro ilegal, potencialmente letal y ampararse en un comercio clandestino, no impide que la oferta y la demanda se manifiesten complementariamente cuando todo queda referido a cualquiera de los “productos” dentro de este patético mercado.
El primer argumento a discutir: generar la legalidad en lo relacionado con la producción y venta de las drogas tiene aristas muy peligrosas. Algunos piensan en una comparación que parece pueril y cuando se analiza el asunto solo en términos clínicos; la adicción a la cocaína y otros estupefacientes de alto e inmediato efecto en los seres humanos, es mucho más demoledora que la del alcohol, por ejemplo. El uso excesivo y cotidiano –adictivo- del alcohol, puede originar una cirrosis, úlceras estomacales, duodenales o esofágicas y terminar matando a una persona en un plazo de tiempo más o menos largo y a consecuencia de otros padecimientos colaterales; algo que también resulta posible en el cuadro clínico de los afectados por diversas adicciones.
La cocaína y sus derivados, las metanfetaminas o las drogas sicotrópicas, así como las que se inyectan directamente en el torrente sanguíneo elevadas al consumo motivado por una adicción, pueden acabar con la vida de una persona sólo después de un simple exceso –lo que es bastante común- y producir un infarto masivo, o un accidente cerebro-vascular de efecto terminal.
Para los países productores el mantenimiento de la ilegalidad representa una amenaza permanente a su estabilidad y en consecuencia la tendencia es a promover, al menos por el momento, un clima de discusión donde se pueda introducir el tema y filtrar las opiniones favorables a la legalización de forma paulatina. Hasta ahora los recursos invertidos en combatir los carteles de la droga y las mafias que los controlan, es una guerra de muchos años que no se ha podido ganar, y en la que se han empeñado cuantiosos recursos que cuestan enormes sacrificios a la población, incluido el imperio del terror exacerbado a un grado superlativo.
En el caso de los países consumidores y que regularmente cuentan con mayores recursos –América del Norte y Europa- el principal efecto de la amenaza es social. Mientras mayor sea la oferta y se abarate el costo del producto, mayor será la demanda y peores los efectos generales en el sentido aludido. Junto a las mafias encargadas de comercializar la droga al nivel de la calle, los esfuerzos policiales se atomizan a la vez que se multiplican y se minimizan haciéndose vulnerables. El esfuerzo gubernamental se vuelve mucho más costoso y junto a la secuela que deja éste fenómeno, la única manera de paliarlo entre los sectores menos pudientes, contradictoriamente los más afectados por la marginalidad donde la droga se enseñorea, tienen que ser cubiertos por el estado cuyos recursos desviados a conseguir ese objetivo, provienen de otros servicios que resultan siendo seriamente afectados o cancelados.
Imaginemos entonces un medio en el que la adquisición de drogas –en algunos países como Holanda, ya no es necesario imaginárselo- no constituyera un delito, o que en los países productores, los gobiernos pudieran establecer normativas para el control de la producción a cambio de perder la facultad de cancelarla por entero. ¿Eliminaría esto el jugoso negocio de producir, elaborar y comercializar la droga? Evidentemente no. Tampoco es el objetivo; llegado ese momento se establecería una competencia atroz entre personajes acostumbrados a delinquir y en virtud de lograr los mayores dividendos. Es algo que ha estado sucediendo por años entre las familias de mafiosos en control, por ejemplo, del negocio de la prostitución y en predios donde ésta es legal.
Un cambio radical en lo relacionado con el consumo de drogas y estupefacientes implica, por último, una profunda reorganización en el aspecto judicial relacionado con las violaciones previamente producidas y anteriores a la pretendida legalidad en el caso de producirse. Quienes hayan incurrido en graves delitos –algo que sería muy común y prácticamente la norna- seguirían estando sujetos a la persecución y condena por violaciones derivadas de sus actividades anteriores y que en la mayoría de los casos no prescriben. ¿Pudiera resolverse semejante situación mediante una amnistía? No parece posible.
En el ámbito de la correlación entre países productores y en los que el nivel de consumo tampoco es descartable; y los consumidores, que padecen el flagelo de uno de los problemas más acuciantes de estos tiempos, se levantan muchas barreras que son, todavía, insalvables. La necesidad de conversar es una realidad, llegar a conclusiones sorteando numerosos obstáculos en la mitad del camino, algo muy diferente y aún poco probable.
Mientras, la gravedad de los hechos, aupada por la guerra de los carteles que a la larga se ha convertido en una guerra asimétrica contra el estado en algunos lugares donde se les combate sin cuartel, aunque sin resultados definitivos; una población exhausta, maltrecha y en calidad de rehén –activo o potencial- supervive, a la vez que clama por una solución que aminore las consecuencias del problema.
José A. Arias.
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