El Caso Padilla (1). MANUEL DÍAZ MARTÍNEZ

La Sección de Literatura de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), a través del que entonces era su secretario, el poeta César López, me invitó a formar parte del jurado del Premio de Poesía “Julián del Casal” correspondiente a 1968 por haber ganado yo ese premio el año anterior. Al aceptar supe que compartiría responsabilidades -casi inmediatamente supe que también compartiría angustias- con otros dos cubanos, José Lezama Lima y José Z. Tallet, y con dos extranjeros, el inglés J. M. Cohen y el peruano César Calvo.
Desde los primeros contactos que los integrantes del jurado tuvimos para comentarnos las lecturas que íbamos haciendo se patentizó el interés que despertaba en todos el libro titulado Fuera del juego, que concursaba con el número 31 y bajo el lema “Vivir la vida no es cruzar un campo”, que es un verso de Pasternak. Sabíamos -el anonimato en los concursos suele ser una impostura- que el autor de este libro era Heberto Padilla, como sabíamos que el otro libro que también nos interesaba, aunque menos, era de David Chericián. Lo sabíamos porque ambos autores se habían encargado de decírnoslo. Además, algunos poemas de sus libros habían sido publicados en revistas.
El concurso se desenvolvió en medio de las tensiones generadas por el enfrentamiento entre Lisandro Otero, en aquel momento vicepresidente del Consejo Nacional de Cultura, y un Heberto Padilla crítico y desafiante. Padilla deploró, en un comentario agresivo publicado en El Caimán Barbudo, que el espacio dedicado por esta revista a la novela de Lisandro Otero Pasión de Urbino, que en 1964 había competido sin éxito por el Premio Biblioteca Breve, de la editorial catalana Seix Barral, no se le hubiese dado a la de Guillermo Cabrera Infante (ya exiliado en Londres) Tres tristes tigres, que fue la ganadora de aquel premio y que el poeta de El justo tiempo humano valora muy por encima de la de Otero. En su texto, aludiendo a “los peligros de la cobardía intelectual” y a las nefastas consecuencias de la estatalización de la cultura en los países del Este, en algunos de los cuales había vivido, Padilla pasa de lo literario a lo político con quejas y advertencias que obligaron a los jóvenes redactores de El Caimán Barbudo a responderle en un editorial pletórico de confianza en la singularidad democrática del socialismo cubano. (¡Oh, Jesús (Díaz)*, de cuántas ingenuidades están hechas nuestras decepciones!)
Una mañana, avanzadas las labores del concurso y cuando ya nadie ignoraba que el candidato más fuerte al premio era Fuera del juego, el poeta Roberto Branly me visitó en el despacho que como redactor jefe de La Gaceta de Cuba yo ocupaba en la UNEAC. Venía alarmado: acababa de verse con el teniente Luis Pavón, director de la revista Verde Olivo, de las Fuerzas Armadas, y este oficial, que estaba directamente a las órdenes de Raúl Castro, le había comentado “confidencialmente” que si se le daba el premio al libro de Padilla, considerado contrarrevolucionario por “ellos”, iba a haber graves problemas. Entre Branly y yo existía una amistad entrañable, bien conocida por Pavón, y no me cupo duda de que éste había utilizado a mi amigo para trasmitirme, sin que lo pareciera, un mensaje que era toda una amenaza.
No me di por enterado. En la reunión que el jurado celebró al concluir la lectura de los libros concursantes sostuve que Fuera del juego era crítico pero no contrarrevolucionario -más bien revolucionario por crítico- y que merecía el premio por su sobresaliente calidad literaria. Los otros miembros del jurado eran de igual opinión. No hubo cabildeo de Cohen, como presumió Nicolás Guillén y ha dicho Lisandro Otero. Nadie tuvo que convencer a nadie de nada: la coincidencia entre nosotros fue tal desde el primer momento, en lo que a ese libro se refiere, que no se produjo debate.
Sí hubo cabildeo, en cambio, por parte de la UNEAC para que no le diéramos el premio a Padilla. Guillén visitó a Lezama e intentó disuadirlo. David Chericián, por cuyo libro apostaba la UNEAC como alternativa al de Padilla, fue enviado por Guillén a casa de José Zacarías Tallet para que persuadiese al viejo poeta izquierdista de lo negativo que sería para la revolución que se premiara Fuera del juego. La noche del mismo día en que Chericián lo visitó -esa noche, por cierto, se velaba en la funeraria de la calle Zapata el cadáver del joven escritor Javier de Varona, castigado por disidente y cuyo suicidio, según la versión policíaca, se debió a frustraciones sexuales-, Tallet me dijo que fue tanta la indignación que le produjo la visita de Chericián, que después de echar a éste de su casa telefoneó a Guillén y lo increpó por pretender coaccionarlo. El poeta y cuentista Félix Pita Rodríguez, que era el presidente de la Sección de Literatura de la UNEAC, me aconsejó que desistiera de votar por Padilla. Ignoro si a Cohen y a Calvo también los presionaron. Supongo que no, por ser extranjeros.
En vista de que me resistía a servir de cuña contra Padilla (que no era servir de cuña contra un amigo, sino contra mis convicciones), el partido decidió sacarme del jurado y poner en mi lugar a alguien que cumpliera esa misión y quizás lograra, a última hora, inclinar la balanza en contra de Fuera del juego.Para mí era incomprensible que, estando en el jurado Lezama y Tallet, el Partido me considerara pieza clave de cuya actuación dependía que se le diera o no el premio a Padilla. En una entrevista que tuve en el Palacio de la Revolución con Carlos Rafael Rodríguez, que en esos momentos era vicepresidente del Consejo de Estado, éste me reveló el secreto: yo, joven intelectual de formación marxista y con cierta trayectoria revolucionaria, era “un cuadro de la revolución”, mientras que Tallet ya era un anciano resabioso y Lezama “un idiota político”.
¿Qué hicieron los estrategas del partido para apartarme del jurado?
Meses antes, en el proceso de la llamada microfracción, como a otros individuos procedentes del disuelto Partido Socialista Popular, el Partido Comunista de Cuba, sucesor de aquél, me había sancionado, sin militar yo en sus filas y sin haber tomado parte en aquel episodio de la lucha por el poder entre estalinófilos (prosoviéticos unos, profidelistas otros). Después de un largo interrogatorio en una oficina del Comité Central, mis jueces me hallaron culpable de “debilidad política” por no haber denunciado al microfraccionario (estalinófilo prosoviético) que intentó reclutarme. Otra “debilidad política” me reprocharon: haberme manifestado públicamente en la UNEAC, después de que Fidel Castro proclamara el apoyo de Cuba a la URSS, contra la invasión soviética a la Checoslovaquia reformista de Dubcek. Según la sanción, yo no podía desempeñar cargos ejecutivos ni en lo administrativo ni en lo político ni en lo militar durante tres años y debía “pasar a la producción”, es decir: ir a trabajar a una fábrica, a un taller o a una granja, que es lo que en Cuba se entiende por “pasar a la producción”. Se me dijo que podía recurrir ante el Buró Político, y no tardé en hacerlo. En los momentos en que se desarrollaba el concurso de la UNEAC aún no se había dado respuesta a mi carta de apelación, que es la siguiente:
La Habana,
17.X.1968
Comité Central del Partido,
en la noche del día 14 del presente mes, me fue comunicado el fallo del Partido en relación con mi actitud ante el problema de la llamada microfracción, así como en relación con comentarios críticos hechos por mí sobre algunos aspectos de la obra de gobierno que realizan los actuales dirigentes de la Revolución. El caso fue calificado de “grave” y se me ha condenado a la inhabilitación, durante tres años, para ingresar en el Partido y para ejercer cargos directivos en lo administrativo, lo político y lo militar. Además, la sentencia que se ha dictado contra mí incluye la prohibición de continuar desempeñando mis funciones como Secretario de Redacción de La Gaceta de Cuba y la determinación de que pase a trabajar como obrero industrial o agrícola.
Por no estar de acuerdo con dicho fallo, apelo a ustedes para que analicen nuevamente mi caso, esta vez a la luz de los razonamientos que paso a exponer.
Respecto a la primera falta que se me imputa, repito lo que ya declaré in extenso en la entrevista que sostuve con los investigadores del Partido que me interrogaron en marzo de este año. No participé, ni siquiera levemente, en las actividades de la microfracción. Ésa fue una conjura que ustedes investigaron hasta la saciedad y, por tanto, deben saber mejor que nadie que es cierto cuanto he dicho al respecto. Es verdad que un miembro de la microfracción (Edmidio López) se acercó a mí para tantear la posibilidad de captarme, como se acercaron otros de ellos a compañeros de la dirección nacional del Partido. Ese señor en ningún momento me invitó a pertenecer a la microfracción ni mucho menos me dio noticia acerca de la naturaleza y objetivos de los pasos en que andaba. Fueron pocos y breves los contactos que tuvo conmigo y creyó -supongo- prematuro y, en consecuencia, arriesgado confiarme sus secretos, en primer lugar porque nunca nuestras relaciones pasaron de ser superficiales y porque no halló en mí el eco que él esperaba. Por otra parte, yo era ignorante, como el resto del pueblo de Cuba, de qué cosa era realmente esa microfracción a la que Fidel se había referido muy someramente en algunos discursos. Me enteré de ello, al igual que toda la población de este país, cuando se publicaron en la prensa nacional los resultados de las investigaciones realizadas por Seguridad del Estado. Sólo entonces supe que se trataba de una conspiración y no de un simple grupo de descontentos, como me habían hecho imaginar las alusiones de Fidel. Nadie debe sancionarme por desconocer algo que los organismos de investigación mantuvieron en absoluta reserva hasta el último momento y que, por prudencia o desconfianza, no me fue revelado por la persona comprometida que se encargó de sondearme. No cumplimenté ninguna de las invitaciones que me hizo López para visitar su casa, invitaciones que siempre me formuló con el pretexto de que viera su biblioteca y de que participara en una tertulia de amigos suyos, en la cual se hablaba de literatura, política y temas generales. El único motivo que tuvo López para acercarse a mí fue -no encuentro que haya tenido otro- mi condición de ex militante del disuelto Partido Socialista Popular; es decir, el mismo motivo que llevó a otros miembros de la microfracción a acercarse, incluso, a compañeros del Comité Central.
Considero terriblemente injusto que se me aplique, por sospechar ustedes, y sólo por sospechar, que yo conocía qué era la microfracción y no haber denunciado a López, la misma pena que se les impuso a otros que sí participaron activamente en la microfracción, inclusive desde dentro de las filas del Partido. Es obvio que soy víctima de la microfracción y no cómplice.
Finalmente, desde el punto de vista del procedimiento, no veo qué lógica tiene que el Partido me aplique sanciones disciplinarias a mí, que no soy miembro del Partido. No he cometido delito de contrarrevolución, ante el cual el Partido sí tiene el derecho y el deber de actuar directamente, cométalo quien lo cometa.
Solicito de ustedes, para mi tranquilidad y para la mejor defensa de mis derechos, que profundicen aún más las investigaciones sobre mi supuesta responsabilidad en relación con esa conjura.
En cuanto a los comentarios hechos por mí sobre temas políticos, debo decir lo sguiente.
Sostengo ideas que discrepan de algunos puntos de vista de la dirigencia de la Revolución y he enjuiciado, siempre con honestidad y con un espíritu revolucionario que me obliga a emitir libremente mi pensamiento, determinadas medidas tomadas y procedimientos usados por organismos estatales y por dirigentes. He ejercido el derecho que tengo a discrepar y he sustentado mis discrepancias con argumentos que de ninguna manera pueden ser calificados de contrarrevolucionarios. No he negado, en ningún momento, mi apoyo a la Revolución: como ciudadano, hago, en el trabajo que desempeño y en la actividad cultural que desarrollo, lo que tengo que hacer para beneficiarla. No le he retirado mi apoyo porque estoy de acuerdo con sus fundamentos; la apoyo y la defiendo por convicción, no movido por temores ni para extraer provecho de una posición hipócrita u oportunista. Pero esto no quiere decir que me vea obligado a aceptar como bueno todo lo que en su nombre se dice y se hace. No defiendo, en este caso, mis criterios, que pueden ser erróneos como los de cualquiera, sino el derecho que tengo a expresarlos. Por lo tanto, no puedo aceptar que se me sancione por ejercer ese derecho; si así lo hiciera, estaría cohonestando la monstruosidad de que, en plena revolución socialista, en medio de una revolución que no quiere repetir los errores que han cometido otras, es delito político el hecho de que un escritor revolucionario haga uso de la libertad de pensamiento y de palabra que la misma esencia de la Revolución defiende. Esto es grave, compañeros, y yo les pido que reflexionen sobre ello.
Debo señalarles, además, que esos criterios los he emitido en reducidos círculos de personas; no he impreso ni repartido panfletos; no he desarrollado campaña alguna de proselitismo; no he organizado ninguna conspiración; en fin, no he efectuado ninguna actividad que pueda poner en peligro la seguridad del Estado revolucionario. Así, pues, ¿qué clase de delincuente político soy yo?
Desde antes de 1959 no he hecho otra cosa que servir a la Revolución, dentro y fuera de Cuba: como ciudadano, la he servido en la etapa antibatistiana en tareas clandestinas; después del triunfo, en la Milicia, en el cuerpo diplomático, en el trabajo regular y en el voluntario; como escritor, en la prensa revolucionaria y en mis propios libros. Desde hace casi dos años soy el editor de La Gaceta de Cuba. Les pido que soliciten un informe a la Unión de Escritores y Artistas acerca de mi actitud ante el trabajo y mi actitud política. Los invito a que revisen cuidadosamente los números de La Gaceta que han salido bajo mi cuidado: en ellos sólo encontrarán vigilancia política, preocupación revolucionaria y trabajo cultural serio. Jamás La Gaceta ha estado mejor atendida, desde todos los puntos de vista, que durante la época en que la he dirigido yo. Esto lo digo con orgullo, como revolucionario y como intelectual.
No les pido benevolencia, porque no la necesito. Les pido reflexión; les exijo que hagan uso pleno del deseo de hacer justicia, de no atropellar, que caracteriza a la Revolución, y de la capacidad política que los asiste. No creo que es provechoso para el prestigio de nuestra Revolución cometer injusticia, en su nombre, contra la persona de alguien que, como yo, no ha hecho otra cosa que trabajar en su seno, que la sirve y la sigue sirviendo.
Revolucionariamente, Manuel Díaz Martínez
Uno o dos días antes de la fecha fijada para la reunión en que el jurado acordaría el premio y firmaría el acta, Nicolás Guillén me hizo ir a su despacho. Me pidió -su voz y semblante denotaban una crispada contrariedad- que no asistiera a la reunión. “No vaya, enférmese”, me dijo. Le pregunté por qué y me respondió que le hiciera caso, que me lo rogaba en nombre de la vieja amistad que nos unía. Ante mi insistencia en preguntar, añadió, impaciente: “Díaz Martínez, si usted se empeña en asistir a la reunión, la policía podría impedírselo”.
En vista de que Guillén no quería o no podía ser explícito, decidí acercarme a la sede del Comité Central del Partido para que me despejaran el enigma. Allí me recibió una funcionaria que trabajaba con Armando Hart** en la Secretaría de Organización del PCC. Esta mujer de raza árida, en un aséptico saloncito refrigerado del Palacio de la Revolución en el que nos acompañaba un taquígrafo, me espetó nada más verme que sobre mí pesaba una sanción “ideológico-educativa” que me impedía ejercer de jurado. Le recordé que la sanción no decía nada de certámenes literarios ni hacía ninguna referencia a la cultura, y que en esos momentos ni siquiera era firme puesto que yo la había apelado y aún no se conocía el dictamen del Buró Político. Fue inútil: ella, cual esfinge electrónica, me repitió el casete que le habían encajado y selló nuestro desencuentro fijando esta conclusión: “La sanción le prohíbe a usted ejercer cargos ejecutivos, y votar en un jurado es un acto ejecutivo”. Pensé que tomar un café con leche también es un acto ejecutivo, pero en fin… Abrumado por tan ardua cuanto alevosa aporía, mas no vencido, solicité contrito que constara en acta mi desacuerdo, y al instante, incontinente, calé el chapeo, requerí la espada, miré al soslayo, fuime y no hubo nada. Nada más allí.
Aquella misma tarde le conté a Guillén mi aciaga visita al Comité Central. El poeta se enojó conmigo: temía que esa visita complicara las cosas y la interpretó como una prueba de que yo no confiaba en él.
Ya yo no formaba parte del jurado de poesía de la UNEAC. Para sustituirme, el Partido designó al socorrido profesor José Antonio Portuondo, que era el eterno facultativo de guardia. Me lo imaginaba sentado junto a un teléfono las veinticuatro horas del día, pendiente de que lo llamaran para inaugurar un congreso, clausurar un simposio, despedir un duelo, presentar un libro, entonar un panegírico o hacer en la UNEAC alguna chapuza de ésas que Guillén, con más pudor y temeroso de la historia, esquivaba cuando podía. Pepé Portuondo, pues, asistió en mi lugar al cóctel que Guillén, a la caída de la tarde de un fresco sábado de octubre, ofreció en su espacioso apartamento habanero a los jurados de los Premios UNEAC de ese año.
Alrededor de las diez de la noche de aquel día sonó en mi teléfono la voz de Lezama con su inconfundible entonación asmática: “Joven, campanas de gloria suenan: usted ha sido repuesto en el jurado”. Lezama había asistido al cóctel de Guillén y oyó cuando Carlos Rafael Rodríguez se lo comunicaba a éste luego de recibir una llamada telefónica. Minutos después de Lezama, Guillén me telefoneaba para darme la noticia con carácter oficial. Mi respuesta fue pedirle que me recibiera al día siguiente en su casa.
El domingo en la mañana le estaba diciendo yo a Guillén en su piso del edificio Someillán que no permitía que se me tratara como a un recluta: entre, salga, suba, baje… “No, Nicolás -recuerdo que le dije-, le ruego que trasmita a Armando Hart mi decisión de no regresar al jurado mientras no sea respondida mi apelación contra la condena que el Partido me ha impuesto”. Y le dije más: “Me apena que a usted, que es un gran poeta universalmente reconocido, unos burócratas que olvidaremos pronto le estén dando encargos de correveidile”. Guillén dio un respingo: “¡Yo no soy un correveidile!” “Por eso mismo además de apenarme me indigna”, le respondí.
El lunes, como siempre, a las nueve de la mañana estaba yo frente a mi escritorio en la UNEAC. Alrededor de las diez me telefonearon de la oficina de Hart para citarme a una reunión que se efectuaría allí dos horas más tarde. Sea puntual, me dijo una voz helada. Tres individuos, uno de ellos el entonces presidente del Consejo Nacional de Cultura, Eduardo Muzzio (a quien me gustaba llamar Muzziolini), me esperaban en una habitación, sentados en torno a una mesa en la que había un termo con café, una jarra de agua, tazas, vasos y unas carpetas. Los dos personajes que acompañaban a Muzzio se identificaron como funcionarios del Comité Central. Uno de ellos tenía más aspecto de agente de la Seguridad del Estado que de cuadro político: su rostro no expresaba nada y apenas abrió la boca. El interrogatorio, que mis interlocutores prefirieron llamar conversación, duró dos horas o más. De los temas que allí se abordaron, los principales fueron mi correspondencia con Severo Sarduy y la sanción “ideológico-educativa” que limitaba mis derechos civiles.
A los ojos de aquellos señores constituía otra “debilidad política” mía -y ya eran tres- el cartearme con Sarduy, a quien consideraban un tránsfuga que había traicionado a la patria quedándose en Europa después de disfrutar de una beca de la revolución. Para demostrarme que eran válidas sus sospechas de que yo también quería desertar, me mostraron una carta, interceptada por la Seguridad, en la que yo le expresaba a Severo mi deseo de salir temporalmente de Cuba y le pedía que preguntara a Claude Couffon por las gestiones que estaba haciendo para que la Sorbona me invitara a dar unas conferencias. Me comentaron asimismo otra carta que yo le había entregado en mano a Julio Cortázar, durante un desayuno con él y con el escritor cubano Gustavo Eguren en el Hotel Nacional, para que se la diera a Severo en París. No me extrañaba que violaran mis cartas, pero sí, y se lo hice saber a mis anfitriones, que me reprocharan mi correspondencia con Sarduy. Me extrañaba porque el Consejo Nacional de Cultura había invitado a exponer en el Salón de Mayo (una muestra internacional de pintura moderna que se instaló en el Pabellón Cuba, en La Habana, en 1967), con pasaje de ida y vuelta pagado por el gobierno revolucionario, al pintor Jorge Camacho, que había ido a Francia con una beca de la revolución y, al igual que Sarduy, no había regresado a Cuba.
Lo que me dijeron respecto a mi sanción fue muy divertido. Cuando días después se lo conté en mi casa a Hans Magnus Enzensberger y a Masha, su mujer, poco faltó para que murieran de risa, como Julián del Casal. Resulta ser que o yo había entendido mal o el funcionario que me la comunicó no había hecho bien su trabajo, porque cuando éste me dijo que yo “pasaba a la producción” debí entender, o él debió especificarlo, que yo pasaba a la producción literaria.
De esta curiosa manera derogaron la segunda parte de la sanción, pero la primera quedó vigente: me cesaron como jefe de redacción de La Gaceta de Cuba (mi sustituto fue el poeta Luis Marré, militante del Partido) y me dejaron de simple redactor. Sin embargo, y contradiciendo a la metafísica funcionaria del departamento de Hart, me pidieron que me reincorporase al jurado. Lo hice y voté por el libro de Padilla. (Continuará)
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*El novelista Jesús Díaz era, en esa época, el director de El Caimán Barbudo.
**Armando Hart Dávalos, que había sido ministro de Educación y que después lo sería de Cultura, en aquellos momentos ocupaba el cargo de secretario de Organización del Partido Comunista.



El Caso Padilla (y2). Por MANUEL DÍAZ MARTÍNEZ

Por aquellos días, Armando Hart citó a los jurados extranjeros a su despacho. Les dijo que mi sanción obedecía a motivos ajenos al concurso, que no tenía nada que ver una cosa con la otra. No convenció. Uno de los presentes, el poeta salvadoreño Roque Dalton, se encargó de hacérselo saber allí mismo. Roque y el escritor argentino José Bianco -quien con buen tino afirmaba que los tejemanejes del Partido le estaban dando la razón al libro de Padilla- me lo contaron todo.
Después de la firma del acta y del Voto Razonado que acordamos añadir -redactado por mí y en el que Lezama intercaló dos párrafos: el sexto y el séptimo-, la ejecutiva de la UNEAC convocó a los integrantes de los jurados a una asamblea para explicarles los problemas que habían surgido en el Premio de Poesía con Fuera del juego y en el de Teatro con la obra de Antón Arrufat Los siete contra Tebas, que también fue tachada de contrarrevolucionaria. La asamblea no fue presidida por Nicolás Guillén -siguiendo el consejo que me había dado, el poeta se enfermó-, sino por el suplente de oficio José Antonio Portuondo. A Félix Pita Rodríguez, de gustos afrancesados, en el casting le tocó el papel de fiscal como Fouquet-Tinville. En una alferecía jacobina, Pita “aclaró” lo que, según el libreto que le dieron, estaba ocurriendo: “el problema, compañeras y compañeros, es que existe una conspiración de intelectuales contra la revolución”. Ante semejante denuncia, pedí la palabra y lo conminé a que dijera los nombres de esos “conspiradores”. No los dijo.
Lo que existía era una conspiración del gobierno contra la libertad de criterio. Por aquellas fechas llegaban noticias a Cuba acerca de brotes de disidencia entre los intelectuales de países del Este, sobre todo de la Unión Soviética, Polonia y Checoslovaquia, y los dueños del poder en Cuba decidieron poner sus barbas en remojo y curarse en salud. Esto explica la desmesurada importancia que le dieron al premio de Padilla y la política que desde aquel momento empezaron a diseñar para nosotros. El prólogo que la UNEAC impuso a Fuera del juego -para la mayoría, redactado por Portuondo; para algunos, por Lisandro Otero; para otros, por ambos al alimón; para todos, dictado o sancionado por los guardianes de la palabra de Castro- revela por dónde iban los tiros y por dónde irían los cañonazos. “Nuestra convicción revolucionaria”, se dice en dicho prólogo, “nos permite señalar que esa poesía y ese teatro sirven a nuestros enemigos, y sus autores son los artistas que ellos necesitan para alimentar su caballo de Troya a la hora en que el imperialismo se decida a poner en práctica su política de agresión bélica frontal contra Cuba”. Lo de siempre: el enemigo externo utilizado, a la sombra de una “convicción revolucionaria” esgrimida como ley natural o ciencia infusa, para atar en la picota a los que en algo no piensan exactamente igual que el amo de la casa. Si esto no se llama terrorismo ideológico, ya me dirá alguien qué nombre ponerle.
La UNEAC honró su compromiso, expresado en la asamblea con los jurados, de publicar Fuera del juego y Los siete contra Tebas, pero no dio ni a Padilla ni a Arrufat el viaje a Moscú ni un peso de los mil que completaban el premio estipulado en las bases del certamen. El poeta y el dramaturgo se quedaron in albis y en tierra y vieron cómo sus respectivos libros tuvieron una circulación casi clandestina.
Los meses que siguieron al concurso de la UNEAC presagiaban tormenta.
Después de haber sido destituido como redactor jefe de La Gaceta de Cuba y poco antes de que Luis Marré me sustituyera en el cargo, fui una tarde a la que aún era mi oficina en la UNEAC y me extrañó encontrar entreabierta la puerta. La empujé y el espectáculo que vi era indignante: el contenido de los archivos y de los cajones de mi escritorio estaba disperso por el suelo y pisoteado, los libros habían sido aventados en todas direcciones y la cola líquida que usábamos en la maquetación había sido vertida concienzudamente sobre los muebles y la máquina de escribir. Tardé un segundo en denunciar la tropelía al administrador de la UNEAC, quien ensayó la expresión de asombro más decepcionante que he visto. El señor tardó media hora en ir a comprobar mi denuncia y prometió llamar a la policía, pero la policía no fue jamás. Nunca supe quién hizo aquello. Una sospecha tuve entonces y la tengo aún: ¿no habrán querido endilgarme un sabotaje y luego de dar el primer paso retrocedieron por sabe Dios qué?
En noviembre de aquel año, 1968, un fantasma apareció en las amarillentas páginas de Verde Olivo. ¿Quién era Leopoldo Ávila? Nadie lo sabía. Aún se hacen conjeturas sobre la identidad del amanuense que se ocultaba tras ese seudónimo (la más insistente señala al teniente Luis Pavón, entonces pendolista de Raúl Castro), aunque la voz que le dictaba fue reconocida en el acto como la del máximo poder. Creo que con la invención de Leopoldo Ávila el gobierno castrista se convirtió en el único de la Historia en usar heterónimo.
El ectoplasma en cuestión pronto hizo célebres, además de su estomagante prosa, sus ataques personales y sus monsergas doctrinarias sembradas de anatemas y con fuerte olor a proletkult y Santo Oficio. Leopoldo Ávila firmó artículos rabiosos contra Padilla, Virgilio Piñera, Antón Arrufat, Rogelio Llopis, Cabrera Infante… En algunas de sus diatribas no falta el anatema de homosexual. Pocas veces fue objetivo, como cuando me calificó de autor irrelevante dentro de la narrativa cubana. Su bilis fundamentalista lo desborda cuando viene a decir lo mismo de Piñera y Cabrera Infante.
El artículo de Leopoldo Ávila “Sobre algunas corrientes de la crítica y la literatura en Cuba” se publicó en Verde Olivo el 24 de noviembre de aquel año. Era la sinopsis del dogma gubernamental sobre la literatura y, en consecuencia, la horma para los escritores cubanos. En él se concretaba circunstanciadamente el impreciso apotegma cesáreo “Dentro de la revolución: todo; contra la Revolución ningún derecho”, eco de la consigna de Mussolini “Todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado”. Gracias a este artículo los escritores de la isla sabíamos, por fin, qué era lo que desde la ventana de Castro se veía dentro de la revolución y qué afuera -aunque siempre quedaba un margen de error, dependiente del ángulo que Castro eligiera en cada momento para asomarse. Debimos agradecer, no obstante su relativa fiabilidad, que se nos facilitara este plano de áreas minadas, de utilidad equiparable a la de un lazarillo tuerto para ciegos caminantes. A pesar del carácter programático del texto, el más pretencioso de los que nos asestó, la gaseiforme entidad predicadora hizo espacio en él para meter capirotazos nominales: “Cabrera [Infante] es un tallador de la CIA. Con Severo Sarduy y Adrián García [Hernández] trazan desde el extranjero el camino de la traición…”
Así hablaba Zaratustra cuando llegó a La Habana la poetisa soviética Margarita Alliguer, la viuda de Alexander Fadéiev, aquel talentoso novelista que se suicidó bajo el peso de sus remordimientos por haber colaborado, desde la presidencia de la Unión de Escritores Soviéticos, con el KGB en la destrucción de colegas suyos. En conversación que unos pocos escritores mantuvimos con ella en la UNEAC confesó sin rodeos que estaba asustada por los artículos de Leopoldo Avila, los que, según nos aseguró, ya se comentaban en Moscú. “Con artículos iguales a ésos comenzaron las purgas de Stalin”, dijo.
Años después, un capitán del Ejército, a quien conocí cuando aún no ostentaba grados y trabajaba como fotorreportero en Verde Olivo, me reveló algunos hechos interesantes además de pintorescos. Según este hombre -al que di crédito porque habló delante de compañeros suyos en un club de oficiales-, en aquella época Raúl Castro presidía unas reuniones que se celebraban en la oficina del director de la revista, en las que, a partir de informes aportados por los cuerpos de seguridad u obtenidos por otros medios, se analizaba el comportamiento político de los escritores y artistas cubanos que vivíamos en la isla. Me contó este capitán que, entre las misiones que por orden de Luis Pavón realizó en esos días, estuvo la de grabar subrepticiamente una lectura de poemas que Padilla dio en la UNEAC en los momentos en que estaba más desafiante, a la que asistió buena parte de la intelectualidad habanera. El capitán me aseguró que cuando llegó a la revista con la grabación, en el despacho de Pavón la esperaban ansiosamente Raúl Castro y otros militares.
La tensa calma que siguió al zipizape del premio, caldeada semanalmente por el fogonero de Verde Olivo -”el rayo que no cesa” le llamaba yo-, estalló en 1971 con dos incidentes que tuvieron lugar a comienzos de ese año y en los cuales se vio involucrado Heberto Padilla por su estrecha relación con los protagonistas. Uno fue el conflicto -odio a primera vista- entre las autoridades cubanas y el representante diplomático en Cuba del gobierno de Salvador Allende, el novelista Jorge Edwards, a quien esas autoridades acusaron de conspirar con Padilla contra la revolución. En marzo de aquel año, Edwards se marchó de Cuba prácticamente expulsado: fue un ido de marzo. El otro incidente fue el arresto en La Habana, bajo la imputación de trabajar para la CIA, del periodista y fotógrafo francés Pierre Golendorf, quien pasaría algunos años a la sombra de los carceleros en flor antes de que lo devolvieran a las Galias.
Un día de aquel borrascoso marzo me telefoneó un reportero de la revista Cuba Internacional que simulaba ser amigo mío y era un soplón (trompeta en germanía habanera) que me había adosado la Seguridad. Me llamó en plan profesional -dijo que estaba haciendo una encuesta por encargo de su revista- para conocer mi opinión sobre el arresto de Heberto Padilla. Así me enteré de que a Padilla lo habían detenido aquel día junto con su mujer, la poetisa Belkis Cuza Malé. Supe luego que unos agentes les abrieron la puerta a empellones, registraron el apartamento y se los llevaron a un cuartel de la Seguridad, donde los incomunicaron. Belkis estuvo presa un par de días, y tan pronto como la soltaron fue a mi casa, que estaba a dos cuadras de la suya, y a Ofelia y a mí nos contó en detalles lo sucedido.
Abundaron los provocadores que tuvieron la esperanza de arrancarme una declaración virulenta sobre el arresto de Padilla. Para decepcionarlos acuñé una respuesta: “Opinaré cuando sepa por qué lo han detenido”. Pero no lo decían y mientras tanto la versión que circulaba era la de que Heberto estaba implicado en el asunto Golendorf. Lo cierto es, como se vio finalmente, que lo arrestaron porque se había convertido en lo que entonces estaba de moda llamar “un escritor contestatario”. (José Felipe Carneado, un comunista de la vieja escuela que fue alto funcionario del partido en la esfera de la religión -era el marxista más cercano a Dios de todo el comité central-, le aseguró al escritor José Lorenzo Fuentes que la revolución estaba en guardia para impedir que en Cuba surgiera un Solzhenitsin. En vista de lo que hicieron con Padilla, ¿quién lo habría sospechado?)
El revuelo que el arresto del poeta provocó en el ámbito internacional fue de mayores proporciones que el que había producido tres años antes el conato de censura a Fuera del juego, y para entonces ya eran muchas las voces -entre éstas, las de intelectuales de nombre que habían apoyado el proceso revolucionario desde sus inicios- que en la prensa extranjera alertaban sobre la estalinización de la vida cultural en Cuba. Algunas de esas voces entonaron cantos de arrepentimiento después. El arrepentido más plañidero fue Julio Cortázar, quien llegó a culpar a Padilla y sus amigos del libro de Jorge Edwards Persona non grata. Me parece que fue en la revista española Índice donde el buen Julio aventuró la tesis de que el novelista chileno escribió ese libro porque nosotros le calentamos los cascos. No obstante, al final de su vida, Cortázar desvió sus devociones hacia la Nicaragua sandinista. Viejos valedores de la revolución cubana, irremisiblemente decepcionados, rompieron para siempre con el castrismo: Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Jean-Paul Sartre, Juan Goytisolo… Éste último, en unas páginas de su libro autobiográfico En los reinos de taifa, expone con detalles el proceso de su desilusión.
A principios de abril, la Seguridad del Estado comenzó a divulgar, impresa en cuartillas de papel de estraza, una supuesta “Carta de Heberto Padilla al Gobierno Revolucionario”. Su deprimente redacción y su grotesco contenido inducen a suponer que nuestro poeta es tan autor de esa carta como de La Divina Comedia. Pero si realmente la redactó -bajo amenaza, se entiende-, merece eterno elogio por convertirla, a fuerza de hacerla nauseabunda, en una condena a sus carceleros. Sólo la más demencial prepotencia, cómodamente apoyada en la enorme popularidad de que aún gozaba la revolución, pudo hacer creer a la policía política de Castro que un documento autoinculpatorio como ése, atribuido a un hombre incomunicado en un calabozo, podía probar otra cosa que no fuera la perversidad del régimen.
Poco después de la aparición de la célebre carta, con la que el castrismo vejó nuestra inteligencia de manera impía, Padilla fue puesto en libertad y me pidió que fuera enseguida a su casa. Me dijo que esa noche iba a celebrarse un acto en la UNEAC en el que él se haría una autocrítica -que resultó una memorizada ampliación de la carta- y en el que la Seguridad me daría, como a otros escritores que él debía mencionar (Belkis Cuza Malé, Pablo Armando Fernández, César López, José Yánez, Norberto Fuentes, Virgilio Piñera y Lezama), la oportunidad de “reafirmarme” como revolucionario reconociendo en público mis “errores”. Entendí que se nos pedía un sacrificio político para exonerar a la revolución de las acusaciones que le llovían desde el exterior por el caso Padilla. Aunque con dudas cada vez más inquietantes, yo continuaba aferrado a la quimera revolucionaria y me resultaba doloroso que se cuestionara mi lealtad; por eso, en contra de la opinión de mi mujer, que no se cansó de decirme con toda la razón del mundo que estábamos cayendo en una trampa, acepté participar en aquel acto. Para mí el problema era que yo no sabía de qué acusarme.
El acto de autocrítica se celebró en la noche del 17 de abril de 1971. La UNEAC estaba tomada por la Seguridad del Estado. En la puerta principal, la única que permanecía abierta, un oficial y varios agentes franqueaban el paso, previa identificación, sólo a las personas que habían sido citadas, cuyos nombres figuraban en una lista. Adentro, la atmósfera era densísima. La gente apenas hablaba y los saludos se reducían a un leve apretón de manos o un movimiento de cabeza y una sonrisa de circunstancia, como en los velorios.
Alrededor de las nueve nos llamaron al salón de actos. Allí todo estaba a punto: las hileras de sillas, la mesa presidencial, los micrófonos, las luces y las cámaras del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos que filmarían el espectáculo bajo la dirección de Santiago Álvarez. Nicolás Guillén, que padecía una oportuna enfermedad, fue reemplazado en la presidencia -¡oh, sorpresa!- por Pepé Portuondo. Cuando cada quien ocupó su sitio, se pusieron en marcha las cámaras de cine y se cerraron las puertas del salón, que quedaron custodiadas por “segurosos” vestidos de civil.
Una cosa es leer la autocrítica de Padilla ahora y otra bien distinta es haberla oído allí aquella noche. Ese momento lo he registrado como uno de los peores de mi vida. No olvido los gestos de estupor -mientras Padilla hablaba- de quienes estaban sentados cerca de mí, y mucho menos la sombra de terror que apareció en los rostros de aquellos intelectuales cubanos, jóvenes y viejos, cuando Padilla empezó a citar nombres de amigos suyos -la mayoría estábamos de corpore insepulto- que él presentaba como virtuales enemigos de la revolución. Yo me había sentado justamente detrás de Roberto Branly. Cuando Heberto me nombró, Branly, mi noble amigo Branly, se viró convulsivamente hacia mí y me echó una mirada despavorida como si me llevaran a la horca.
Los presentes que, en cumplimiento de lo ordenado por la Seguridad, fuimos nombrados por Padilla pasamos por los micrófonos tan pronto como él terminó. Cuando me llegó el turno, yo seguía sin saber qué decir. Pero hablé. Lo que dije está publicado. En medio de mi difícil improvisación, de pronto me vi culpando de aquello a la dirigencia política por no haber mantenido un diálogo constante con los intelectuales, diálogo en el que, según pensaba yo, los conflictos se hubieran resuelto sin traumas. ¿Ingenuidad? Mucha. La experiencia suele llegar tarde, y la mía aún estaba en camino. Lo que importa es vivir para darle tiempo a llegar.
La nota discordante de aquella velada de falsa reconciliación la dio Norberto Fuentes. Citado por Padilla, primero entró en el juego de la autocrítica y luego pidió otra vez la palabra para desdecirse y proclamar que era uno de los escritores más perseguidos de Cuba y que no tenía nada que reprocharse. Para muchos, Padilla incluido -yo también lo he pensado-, esta escena de Norberto Fuentes fue preparada por la policía con el fin de darle prestigio de espontaneidad a la pantomima. Sea lo que haya sido, dramaturgia o verdad, fue la única escena estimulante de aquella noche de Walpurgis.