Suele
sucedernos que el tedio hace presa de nosotros. Humanos nos decimos, diferentes
de todo y de todos, hasta de nosotros mismos; pero los seres irracionales se
conforman con su libertad inmediata que disfrutan hasta el último de sus días.
Nosotros no.
En
nuestra dimensión, a veces miserable, y en dependencia de nuestra propia
racionalidad, nos perdemos y dejamos de lado el sentimiento amplio del amor, vinculándolo
a la pasión motivada por lo que habita de Eros en cada uno de nosotros. Mientras,
lascivia y sexo ocupan un lugar demasiado preponderante contribuyendo a
soslayar otras motivaciones. Perniciosamente nos equivocamos cuando limitamos
la conciencia a los relativos sentimientos del placer efímero.
Lo que
realmente sobredimensiona al hombre como la especie diferente que es, debe ser
su capacidad de interpretar el mundo en que vive en connivencia con su mundo
interior. De ese presupuesto, surge la posibilidad de un ejercicio pleno, donde
el sentimiento amoroso se verifica a través de un amplio y plural diapasón.
La
gnoseología innata que poseemos se sobrepone al contenido académico de la
explicación de nuestra humanidad por intermedio del argumento filosófico y
comienza a materializarse en nuestra relación con los demás. Lo lógico, aunque
no lo más común, debiera ser que la mencionada relación fuera perfecta; pero no
siempre es así. Ahí se origina el objeto de la confusión mediante la elaboración
teórica que enfrenta el racionalismo cartesiano a una más convincente perspectiva,
genérica y naturalmente proyectada; menos rígida y más natural (teoría de Chonsky
sobre el lenguaje y sus manifestaciones)
La
sociedad, concepto de múltiple factura, impone tendencias no solo culturales y
políticas; también obliga a asumir comportamientos categorizados como normas que
reflejan en su aplicación una actitud sobrehumana y fatal, en nada vinculada a
la plurivalencia de la humanidad, el sentimiento de amor y una espontánea y
benévola actitud ante la vida.
En el
difícil contexto de la cotidianidad, y ante la ausencia de una bien entendida
racionalidad que la falta de tiempo nos impone, nos vamos alejando de los
lugares comunes al intelecto y muchos se convierten en víctimas de su propia
humanidad y en lo que debiera ser lo opuesto. En ese caso la relación con los
demás se hace difícil, automática y poco próspera; se empieza a desandar ignoto
y lo violento se proyecta como una muestra del individualismo anti-social y a
priori, integrante y parte de un mecanismo de defensa psicológico. De ese modo,
dejamos de ser entendidos, mientras nos desentendemos de nosotros mismos.
En
este punto el concepto de moral se hace ambiguo e inconveniente, es por
añadidura el contrario de la existencia materializada en la presencia de un
existencialismo que no se justifica y de una violación del componente ético que
debe subyacer en el concepto de toda moral individual, que genéricamente vista
no ha de significar ni moral religiosa, ni probidad política. El ser humano
pierde así sus valores y se descalifica para confrontar los retos de la
cotidianidad.
Si a
la crisis de valores que todo lo anterior representa, agregamos los falaces
pero placenteros estímulos que comportan el entramado del mundo moderno,
tendremos entonces una contundente razón para el fracaso. El sentimiento puro
–y esto no es simple prédica- del amor familiar, pongamos por caso; irá
desapareciendo. Pero el espacio en la conciencia no queda vacío, es ocupado por
otros sentimientos perniciosos y antónimos al del amor como la ira, el odio, la
codicia y la venganza. A todos sus intangibles efectos, quedan vinculados los
resultados negativos que han de ser para muchos razón de sus padecimientos y lo
que es aún más trágico; de la pervivencia durante la existencia.
Muchas
veces queremos comprender lo tedioso –al menos así solemos categorizarlo- de
nuestra cotidianidad. La respuesta puede adaptarse aun a las creencias; pero lo
que no podemos hacer es pensar que nos enfrentamos a una vida sin sentido. La
importancia exagerada de pseudo-valores, contribuye al reforzamiento de la
atomización del ideal que da preeminencia a la existencia de la sociedad como
núcleo, e impulsa su desarrollo. Son muchos y polivalentes los verdaderos
valores y evitar confundirlos, el albedrío de una individualidad concebida en justa
y bien encaminada decisión que no está sujeta a cánones mediante la impostura.