Tuesday, September 11, 2012

LA PROPUESTA DE PAZ PARA COLOMBIA.


En Marzo de 2008 recorría la Gran Vía madrileña y entre el frescor aún gélido de la mañana me puse a observar cuan ocupados pueden estar los pobladores de una ciudad como Madrid, en un día envuelto en la cotidianidad y la intrascendencia de los que para el disfrute de sus pobladores, no forman parte de los “de guardar” o constituyen feriados patrióticos y que gracias a la buena voluntad para el descanso y el jolgorio, se convierten en los famosos “puentes”
Estando, como era mi caso, de vacaciones; todo merece el tiempo adecuado y es bajo las circunstancias de la inactividad, que solemos dedicarle el necesario a cada cosa. Entre el escarceo de los transeúntes, el ruido de los automotores, los vehículos de emergencia y la efervescencia de los comerciantes –legales e ilegales- para captar la atención de los compradores en potencia; me tropecé con una pequeña tarima de libros de segunda mano que desde un zaguán se proyectaba sobre la ancha acera; entre otros se me hizo posible comprar por dos euros, el primer tomo de las memorias (que sepa el único que hasta ahora existe, aunque su propio autor hubo de prometer dos más) de Gabriel García Márquez: “Vivir para Contarla”
Vivir en Miami tiene, aunque muchos discrepen, innumerables ventajas. Además del clima, el carácter cosmopolita –aunque sui géneris- de otras urbes importantes que pueden exhibir una tradición cultural aún para nada equiparable con la de mi ciudad de adopción, y que en ese sentido es todavía modesta. Ha ido acentuándose la diversidad regional de sus pobladores y el atributo de comenzar a considerar Miami como el puente de Latinoamérica hacia los Estados Unidos, nadie parece ponerlo en duda.
Razones diversas lo determinan y no es posible obviar el trasunto económico que predomina en el interés del emigrante que calcula su nueva vida en un ambiente de libertad y trabajo. Considerarlo así, no excluye la intención de deshacerse de la influencia de las prolongadas crisis nacionales por las que han atravesado y que persisten en sus países de origen. Después de los cubanos, la mayoría de habla castellana más grande en Miami, son los colombianos y habría que asegurar que el hecho de que así sea constituye algo muy positivo y altamente valorable.
Colombia es un país único en Suramérica, no sólo desde el punto de vista geográfico, sino también étnico, de amplia cultura y bello folklore, con un potencial económico que ya lo sitúa en el cuarto lugar entre los del continente y por razones cada vez más evidentes en vías de pasar a ser el tercero en posibilidad de desplazar a la Argentina. Ahora los colombianos se enfrentan a una coyuntura política que puede ser definitoria y definitiva: conseguir la paz; porque en su singularidad se halla también inscrita la inestabilidad producida por un estado de guerra interna que ya le ha cobrado a los colombianos un precio demasiado elevado.
Cuando terminé la lectura de “Vivir para Contarla” y junto a las cosas que ya sabía de la historia colombiana, pude entender que estaba ante la crónica desvelada e inmersa en una autobiografía de la violencia que por generaciones han vivido los colombianos y su necesidad de desentenderse de ella para que los logros de una nación puedan encontrar un marco de realización plena. Inmerecidamente los peores flagelos: el regionalismo aupado por los caudillos, las disputas partidistas entre liberales y conservadores, la guerrilla, el paramilitarismo y el narcotráfico; deben ser factores de rechazo principalísimos en la madurez con que el pueblo colombiano ha de contemplar su porvenir inmediato.
Hay en el momento actual una evidencia que debe ser tenida en cuenta. Los años de gobierno de Álvaro Uribe pusieron a las FARC contra la pared y nadie puede discutir el mérito de su política de seguridad democrática, pero el país mantuvo su estructura de democracia participativa y de organización basada en la estructural separación de poderes; en consecuencia y tras haber concluido su mandato de dos términos es necesario preguntarse: ¿Qué debe suceder después?
La pregunta debe ser hecha en presente porque la estrategia puesta en práctica por el actual mandatario, el presidente Juan Manuel Santos, es una respuesta que comienza a manifestarse  como posibilidad con visos de constituirse en importante legado: el hecho de conseguir la paz que, hasta ahora, no ha sido posible. La decisión del actual gobierno y que a algunos les parece un tanto festinada, abrupta y hasta imposible; de sostener un diálogo de paz con la guerrilla ha contado con el apoyo de numerosos países y hasta el Papa le ha dado su aprobación. Hechos así no pueden ser desconocidos o equiparados a otras situaciones muy distintas.
Tratar de comparar el actual proceso con el ocurrido durante el gobierno de Andrés Pastrana, por ejemplo, no se justifica. Las condiciones son muy diferentes ahora y en el plan acordado para las negociaciones todo lo que propendió al fracaso de aquella gestión ha sido tenido en cuenta. El hecho de poder escuchar las opiniones de quienes tienen de manera primordial el derecho de exponerlas, los colombianos, es evidencia de que la democracia en Colombia es funcional, sólida e irreversible.
Nadie puede dudar del carácter original y esencialmente malsano de la narcoguerrilla (FARC y ELN) pero una situación de inercia que dura más de cincuenta años tiene, como es el caso, que encontrar las vías para hacerla desaparecer y es entendible, al menos desde mi punto de vista, que la correlación de fuerzas es favorable a la institucionalidad democrática que el gobierno representa. ¿Es éste un síntoma de debilidad? No necesariamente, porque ni la guerrilla narcoterrorista puede hacerse con el poder, ni el gobierno puede hacerla desaparecer con el empleo de la contrainsurgencia que ha contado con los recursos y la entereza de sus soldados agrupados en un ejército fuerte, fogueado y capaz de demostrar un elevado respeto por las instituciones políticas.
Esa es la razón detrás de lo que hoy estamos presenciando. Si pueden haber resultados –que aún no me atrevo a calificar- está por verse. Nunca es fácil, ni dable, exponer conclusiones a priori y si el pueblo colombiano, principal beneficiario de los resultados que el gobierno espera conseguir; respalda la gestión del presidente Santos –como parece ser- habrá que darle el voto de confianza. Defender el statu quo desde la carencia de alternativas viables y que no tienen una visión de futuro, ancladas en la violencia del pasado que lo ha generado, no ofrece una respuesta para quien tiene que vivir cotidianamente bajo el efecto de sus consecuencias.
Los que sabemos por experiencia lo que representa la influencia de los que apuestan por la violencia, no debemos desconocer que la fuerza y el poder de nuestra razón debe ser más fuerte que la implantación del terror y la muerte. Si estamos convencidos de que es así, ¿cuál es el temor? Por supuesto que los representantes de la guerrilla van a buscar respaldo entre quienes les ofrecen confianza y garantías y en éste sentido los escenarios tienen que ser los que han propuesto y sus adláteres de siempre, hoy bastante maltrechos desde las propias trincheras de su ideología; ponen en evidencia a quienes han sido siempre sus contumaces amigos y aliados. Juiciosamente escogidos, hay garantes como Noruega y Chile que respaldan el proceso desde una verdadera neutralidad.
He sido y sigo siendo un admirador del expresidente Uribe, su posición ante el proceso de negociación que se avecina es respetable y para quienes la consideren acertada el apoyo a su gestión actual, abiertamente opositora al actual mandatario, deberá ser la del respaldo consecuente y mesurado a sus ideas; en fin ese es el juego democrático perfectamente entendido. Juicios infundados que no coincidan con las aspiraciones de los colombianos y sobre todo por parte de quienes no lo son,  sólo constituyen una muestra de ingerencia en asuntos ajenos, máxime cuando en muchos casos la opinión no viene respaldada por la solución definitiva de problemas propios.
En Colombia, la democracia es gobierno y si para llamar a la paz y la concordia ese gobierno cree llegado el momento de ejercitar su poder desde una posición de legítima autoridad no refrendada por la violencia, que siempre engendra más violencia, démosle entonces un voto de confianza. Por lo que pueda suceder después no habrá que preocuparse ahora, no creo que un pueblo que ha sufrido tanto a consecuencia de los pretendidos verdugos de su estabilidad como nación, se deje embaucar  fácilmente por ellos.
José A. Arias.