Aunque hace algunos meses me referí al tema y pensé no volver a hacerlo, la noticia es para comentarla, máxime cuando como en éste caso, demuestra lo que todos, aun sus partidarios, conocen: la obsesión de Chávez por el poder.
Lo que llama la atención no es el contexto en que se orquesta el último espectáculo en esta urdimbre relacionada con el presidente venezolano, su enfermedad y sus aspiraciones de ser reelecto: la realización de una misa junto a su familia y sus principales adláteres del PSUV, al regreso de su penúltimo viaje a Cuba para recibir tratamiento. El espectáculo del presidente y sus públicas súplicas es lo que me parece totalmente un acto de egoísmo y falta de modestia. Viene de él y no admite un ápice de benevolencia interpretativa.
Estoy seguro que cualquiera aquejado de una enfermedad seria y de pronósticos clínicos no muy halagüeños y aun cuando su propia fe no haya exhibido una constancia permanente, debe encontrar en ella un apoyo como alternativa, que junto a la ciencia, pueda paliar el mal de su cuerpo y dar tranquilidad a su espíritu. Esto no sólo es justo, es también un acto de humanidad.
Chávez, sin embargo, escogiendo como escenografía el momento culminante de la Semana Santa: la víspera del viernes santo; y como trasfondo de su retablo, la celebración de una misa en su estado natal, Barinas, eleva sus peticiones al Altísimo para que le de más vida, no importa si es dolorosa; alega que cargará con las espinas de su corona,- que no es la de Cristo en la cruz empinada en la cima del Gólgota- y que le dé su sangre porque todavía tiene mucho que hacer por su pueblo… Si esa es la idea del peticionario, me parece un acto de soberbia llevado a cabo fuera de contexto.
Hay, después de todo, una consecuencia característica en los actos del teniente coronel (que para parecerse más a su paradigma, prefiere disminuir su alcurnia castrense y llamarse “comandante”); mientras, no actúa como le sería dable a un presidente responsable, informando con claridad sobre su situación a los ciudadanos y designando personas capaces de mantener al país fuera de la zozobra que el mismo crea, lo único que se le ocurre es utilizar la fe como atributo de su propio poder que no concibe más allá de su gestión personal. ¿No es eso un acto de egoísmo?
Se ha repetido constantemente lo de que “no hay chavismo sin Chávez” y la corroboración de la propuesta proviene del propio Chávez. En un caso sin precedentes, el comandante arranca con su gabinete para Cuba y desde los olorosos salones a formol de una clínica en el extranjero actúa como presidente a distancia, no importa la Constitución que lleva en edición de bolsillo junto a su chequera. El es, porque así se considera, un elegido, más que un presidente, esa, es una denominación para “mejunches” y “escuálidos” y Chávez se ve a sí mismo como un rey cuya corona, no importa que sea de espinas –como la de Cristo- tendrá que llevar permanentemente.
Chávez no sólo quiere aferrarse a la vida por un humano instinto de conservación, sino por el afán desmedido de ejercer el poder y estoy seguro que si sobrevive y puede, se las arreglaría para continuar usufructuándolo.
Para tratar de remedar situaciones como estas, la fraseología del comunismo ha develado fórmulas que la historia se ha encargado de desmitificar y aquello de que “los hombres mueren, pero el partido es inmortal” no es otra cosa que una especie de puente para el mandato que sin dudas tiene más de inspiración absolutista y monárquica que de realidad. No nos olvidemos, el “líder”, llámese como se llame y reine donde reine, se atribuye la capacidad de un ser políticamente vitalicio porque el aliento de su poder –y su mandato- son parte de una concepción personal, única, indivisible e imperecedera. La cuestión de la inmortalidad del Partido se parecerá más entonces a aquella frase de Luis XV, “deseado” como Rey y aborrecido como político: “…después de mi, el diluvio”.
La humana súplica de Chávez, aliento de fe como la de cualquier otro ser se vuelve onerosa, en tanto queda auto justificada por un interés originalmente mezquino y su santificación no lo es menos. ¿Cuántos en las mismas circunstancias no estarían dispuestos a llevar a cabo la misma petición y en su momento lo han hecho? La pregunta es válida, pero el interés manifiesto es injustificable aun en medio de los impredecibles designios de la voluntad divina. Parece que lo principal en este caso no es conseguir más vida, aunque sea dolorosa, sino conservarla para sacrificar la de los demás.
José A. Arias.
José A. Arias.
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