Tuesday, April 17, 2012

RETRATO DEL MINISTRO ADOLESCENTE. Roberto Madrigal.


La novela más reciente de Abel Prieto (Pinar del Río, 1950) fue lanzada a bombo y platillo, en febrero de este año, a propósito de la XXI Feria Internacional del Libro de La Habana. Allá en el Pabellón Cuba, la obra fue presentada por los escritores Eduardo Heras León y Graciela Pogolotti, sentados junto al ministro y al editor del libro, Rinaldo Acosta. Un par de semanas después se anunciaba que Prieto cesaba como Ministro de Cultura, cargo que ocupó desde 1997. Unos meses atrás, durante el VI Congreso del Partido Comunista de Cuba, Prieto había sido absuelto de su puesto en el Buró Político del Comité Central de dicho partido.
Los viajes de Miguel Luna es la primera obra que publica Prieto desde 1999, año en que se editó su novela El vuelo del gato. Ambas novelas están enclavadas en la nostalgia de una adolescencia perdida y nunca superada, mediante la cual los altos temas de la ética y la política pueden simplificarse y abordarse con una perspectiva ingenua.
“Respondía al armonioso nombre de Miguel Luna, aunque sus contemporáneos, siempre imaginativos, preferían llamarlo Mick o Mike o Miki o Mickey Moon o simplemente Mikimún.” Se lee ya en la página de apertura y ese apodo juvenil será con el cual se nombrará al personaje central por el resto del libro. En entrevista reciente a Cubahora, Prieto expresa: “Solo tiene algunos rasgos autobiográficos…Mikimún no encuentra su lugar, es como un intelectual descolocado, un poquito resentido, medio paranoico… es la historia de parte de mi generación”. Autobiografía ciertamente no es, pero la novela es una meditación autobiográfica. Es también un tímido ajuste de cuentas.
Narrada como relato diacrónico, la novela alterna sus capítulos sucesivos contando por una parte la historia contemporánea y trama principal, el viaje de Mikimún a Mulgavia y por la otra la historia de la vida del protagonista desde su nacimiento pinareño, pasando por su llegada a La Habana y terminando en su viaje actual.
Mikimún se ha pasado la vida soñando con viajar pero le ha sido imposible. Finalmente, en el señero año 1989 le anuncian que ha sido seleccionado “…por la Presidencia de la UNEAC para viajar a la República Socialista Popular Democrática Obrero-Agrícola-Pastoril de Mulgavia”, donde su deber era fortalecer “los lazos culturales” entre Cuba y Mulgavia. Este país imaginario es una isla “rodeada por las aguas azulosas y algo renegridas del Mar Negro”.
Mulgavia en la realidad de este libro, es Cuba, norcoreanizada y presentada ante un espejo cóncavo. No es más que una versión algo exagerada de los ritos, protocolos, instituciones, intrigas y traiciones que existen en la Cuba de Prieto. El autor es minucioso al desarrollar un lenguaje, unas costumbres, unas tradiciones, unas entidades gubernamentales y unos personajes que malviven, con pretendido optimismo y en agitación constante, en una pesadilla infantil manipulada por ególatras inescrupulosos. Las posibilidades temáticas que abre Prieto son innumerables, pero parece que cuando se enfrentó a su engendro le cogió miedo. La trama se va limitando a las borracheras de Mikimún y sus deseos de adolescente tardío y lúbrico por la traductora que le asignan. Lo que pudo ser cuestionamiento serio se resuelve como tragicomedia superficial y la meticulosidad de los detalles a veces agota hasta el cansancio. El personaje de Willy, el cónsul cubano, se presenta inicialmente como un tipo esquemático, machista obtuso, inculto y craso, pero siempre se le perdona como buena gente y al final resulta una especie de salvador. Es el macho cubano práctico, presentado con puerilidad.
La historia personal de Mikimún, que si no en letra, refleja en espíritu la trayectoria familiar, educacional y laboral del propio Prieto, deja mucho más que desear. Las intrigas de la Cuba en la cual crece el protagonista están minimizadas y simplificadas al extremo que la Cuba de los sesenta y los setenta parece un país como otro cualquiera. Lo peor no es solamente que lo que dice está narrado con dejadez, sino lo imperdonable de lo que no dice. Su empleo abundante de intertextualidades y de alusiones se queda en lo superficial. Su ajuste de cuentas queda disfrazado y se limita a bajezas que ocurren dentro del sistema, realizadas por algunos aprovechados sin talento, que se escudan en la burocracia para ejercer sus odios personales y dirimir sus rencillas de envidiosos empedernidos. Pero ese es un sayo que sirve a muchos y que aquí no tiene mucha trascendencia. Criticar a la burocracia no es nada peligroso y es prácticamente tarea de burócratas.
Donde más molesta el escamoteo es en la superficialidad con la cual Prieto trata una etapa significativa en su formación intelectual. Me refiero a su amistad con tres individuos, uno de los cuales era el fallecido escritor Carlos Victoria (me reservo los otros dos nombres, así como de un cuarto, pero no menos importante personaje, porque no tengo su autorización y que sean ellos quienes cuenten su parte), que en el libro se nombran como Hugo, Paco y Luis. La amistad de Prieto con estos tres fue notoria, entre otras cosas por la actitud contestataria de todos ellos y porque culminó en expulsiones de la Escuela de Letras que los marcaron para siempre. Prieto pudo continuar pero tras graduarse fue enviado a Isla de Pinos, quizá para que la gente se olvidara de él por un tiempo. La homosexualidad de los tres echaba una sombra sospechosa sobre la orientación sexual de Prieto en un momento en el cual, en pleno apogeo del “quinquenio gris”, el homosexualismo era considerado como un crimen contra el estado. Aquí tuvo Prieto la oportunidad de narrar algo interesante y de presentar un tema controversial con complejidad temática, pero todo lo resuelve diluyéndolo en una pretendida inocencia y restándole importancia al asunto. Conozco a Prieto desde 1962, estudié con él en el Pre-Universitario. Nos mantuvimos en contacto hasta que me fui de Cuba en 1980. Lo recuerdo como un buen jugador de ajedrez, un tipo muy inteligente, simpático, irónico y con gran sentido del humor. Nunca conocí al ministro, pues lo fue mucho después de mi partida. Recuerdo que tras su nombramiento, Victoria y yo sostuvimos varias conversaciones en las cuales nos preguntábamos cómo ese hecho fue posible, pues la trayectoria que de él conocimos no apuntaba para nada en ese sentido. En un viaje que hizo a Cuba, Victoria se reunió con Prieto, pero a su regreso confesaba una gran tristeza al respecto, ya que siempre le profesó un gran cariño. Nunca resolvimos la incógnita.
Hay muchos otros momentos perdidos. Mikimún es un escritor que recibe algunos premios pero que no es reconocido por sus colegas. Ocupa cargos en algunas editoriales y transita por los pasillos de la UNEAC, pero aquí tampoco encuentra Prieto tema que explotar y lo que pudo haber sido otra oportunidad para elaborar la complejidad de las intrigas palaciegas que mienta, se queda en la epidermis de la trama. Por supuesto, si el libro se hubiera enfrentado a esos temas como debió y por su experiencia personal pudo haber hecho, nunca se hubiera publicado. En un comentario tan comedido como superficial, Miguel Barnet, el nuevo presidente de la UNEAC y flamante miembro del Comité Central del Partido Comunista de Cuba, lo resume con hipócrita justicia: “Abel nos quiere enseñar que no somos perfectos ni inmaculados, todos tenemos un lado feo, todos hemos tenido una piedra en el zapato, o hemos estado debajo de la piedra alguna vez”. Todo se resume en esa intrascendencia, la ya vieja cantilena del revisionismo oficial.
Al final del libro, como se veía venir desde el principio, Mulgavia sufre el desmembramiento del antiguo “bloque soviético”, pero lo único que Prieto ve en este cambio es la súbita transformación de lo peor del ser humano, la usura, la aparición de los McDonald’s como un gran castigo, la violencia desorganizada y el oportunismo de los políticos. Este pesimismo, que pudo también tener su filo, se decanta al trasladar al moribundo Mikimún a La Habana.
Quizá Mikimún representa lo que Prieto hubiera querido ser, un escritor sin responsabilidades políticas, pero a su vez por ello, lo caricaturiza y termina eliminándolo. Como en sus libros anteriores, y ya esto es una tendencia alarmante, sus personajes mantienen una mentalidad pubescente aún cuando ya tienen más de cuarenta años. Puede que con esto Prieto anuncie los peligros de una sociedad en la cual el hombre no madura mentalmente dada su lucha diaria por la supervivencia. Lo cierto es que esa misma adolescencia mental aprisiona las características expresivas de su prosa y la forma en que resuelve su temática. El libro queda como una desdibujada caricatura generacional, muy parecida a las caricaturas de su cosecha que el autor incluye en el libro. Un intento de crítica gentil, inmadura y aceptable para las autoridades. Parece una rescritura del viejo grito: “¡Ave César, aquellos que van a sobrevivir te saludan!”.
. Autor: Abel Prieto. Editorial Letras Cubanas. La Habana 2011. 537 páginas.

RobertoMadrigal
Cincinnati.

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