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Acaba de suceder.
Muere un torero de sólo veintinueve años de cornada(s) ― fueron dos - y la
información especificó que la segunda fue la mortal, cuando el “mataó” estaba
tendido sobre la arena, en un costado del tórax.
Según se alega, la muerte de un diestro sobre ruedo de plaza alguna tenía casi
cuatro décadas sin producirse y la noticia pone en recuadro y de nueva cuenta,
la discusión sobre la “brutalidad” que encierra el espectáculo del
enfrentamiento del hombre con la bestia.
Allá, en la península, no será posible, aún a pesar del recrudecimiento de
las protestas de los defensores de los animales, eliminar el espectáculo porque, sencillamente; constituye una de las tradiciones más arraigadas entre
una buena parte de la población que lo disfruta. Es también, y aunque para los
españoles de a pie no sea tan importante en tal sentido, un magnífico
ofrecimiento turístico.
Mucho antes de que la Real Maestranza Sevillana fuera la única plaza sin
ser un ruedo ― aún es una elipse ―, Hemingway publicara “The Sun Also Raises” ― su primera gran novela ― traducida al
español bajo el nombre de “Fiesta” e
Islero se encargara de poner fin a la exitosa carrera de Manolete, la lidia, el
singular espectáculo devenido en algo más que una tradición desde tiempos
remotos, quedó descrito como algo que ha crecido en la memoria de los españoles
formando parte de su herencia. La tauromaquia es historia y especie de ciencia
del duelo que enfrenta hombre y bestia para, casi siempre, acabar con la vida
del toro y, a veces con la del hombre que, en la ventaja del raciocinio, se
convierte en bestia de excepción.
Para la historia más remota, la imagen del toro y su significado se remonta
a los tiempos de la colonización complementaria de la península por tribus bárbaras. Godos y
Visigodos llegaron a las puertas de las Columnas de Hércules en el Finisterre
gallego cuando el culto del Minotauro era ya algo afianzado y la tradición cretense,
luego greco-latina, se imbricó con el politeísmo elemental de los habitantes de
los territorios extramuros de lo que luego constituyó el Gran Imperio Romano; antes de que germinara el cristianismo de sus propias entrañas y
junto a oleadas de guerreros provenientes del norte europeo, que se encargaron de llevarle a la
escisión y fomentaron las bases de su desaparición.
En su extraordinaria obra “Gárgoris y Habides”, F. Sánchez-Dragó describe
con detalle todo lo anterior y nos ayuda a entender la relación. Pero en la
“fiesta de luces” y aunque parezca inverosímil, el toro recibe un homenaje a su
nobleza, muere peleando y se defiende para sobrevivir, es un ejemplar que se
enfrenta a su destino sin conciencia, poniendo en evidencia los recursos de su
fuerza bruta. Recibe castigo para debilitarlo o tratar de excitarlo, no escapa
a la sevicia durante la faena (rejoneos y banderillas) y sigue en pie hasta
recibir la estocada final durante la faena de matar, por cierto, la más
peligrosa y donde puede, inclusive, sobrevivir. De ser así, la vida le es
perdonada al toro, que morirá de viejo pastando mansamente en un corral y para
descrédito del torero a quien la afición nunca lo eximirá de la derrota. Si en el justo acto de defenderse (el toro), el torero muere, el animal será sacrificado. Y, es tanta la crispación que su carne no puede ser consumida; sus nervios y la tensión muscular desarrollada durante la corrida impiden que así sea.
El asunto de las corridas es, además, una gran industria y no sólo el
espectáculo, su gran puesta en escena, constituye un negocio; la cría, las
ganaderías de mayor tradición y relevantes nombres de quienes actúan como
suplidores de la mitad de la oferta: el toro; han refrendado su historia donde
la cuestión de blasonar adquiere, junto a la fortuna, una importancia similar.
Lo mismo sucede con las escuelas de toreo, que a decir verdad, solo logran
producir algunos diestros de fama y muchos de relleno, cuyos nombres nunca
aparecerán en las más vendidas carteleras.
Pero en el ambiente taurino, parte del folclore popular, la influencia también
es manifiesta. La tradición se canta y se recrea desde los encierros de
Pamplona hasta el fin de la temporada ¿Y, quién no ha escuchado un pasodoble
que cuenta la historia de la muerte de un torero, o de su invicta fama? Aún
dónde la influencia no pasó de ser una aventura pasajera, llegan las versiones en
las voces de los cantaores, las coplas de las divas más conocidas y las historias
escritas encumbrando nombres y traspasando fronteras. Bien que lo recuerdo.
Hay, sin embargo, otros países donde la tauromaquia también ha escrito una
buena parte de su historia y a cuyos territorios ha llegado como herencia
colonial, en ellos, ha sido como el aherrojado de una costumbre que inscribe a
puro fuego y sobre la piel del animal el símbolo de su alcurnia y la expone
como tradición que representa el periplo allende el mar: Méjico y Colombia, son
en América el ejemplo en ese orden. Quizás y por el apego a la costumbre y las
versiones, muchos desconozcan que entre los toreros más famosos se inscriben
los nombres de algunos mejicanos, creadores de verónicas y pases de muleta que
nacieron en los ruedos tapatíos y desde allí se hicieron clásicos. Es el caso
de los diestros Pepe Ortiz “El Orfebre Tapatío” creador de la verónica
“Tapatía” y de Arturo Álvarez, “El Vizcaíno” que la ejecutaba con lucidez y
gran precisión.
La Fiesta Brava; con su intríngulis, los detalles que entraña, su
disciplina organizativa y el significado de los tecnicismos que escapan a la
vista de los neófitos no es algo tan simple de borrar mediante un plumazo,
echando siglos por la borda y desconociendo el sentir de grandes sectores de la
población para los que constituye un entramado inviolable. Lo demás, razón o no de por medio, es una confrontación que los españoles prefieren evitar.
Ciertamente, en tiempos en que cientos, miles de voces se alzan en defensa
de los animales y el espectáculo de los toros parece una muestra de crueldad
irreductible y, en lo que las evidencias indican certidumbre, todavía el hombre
puede ser vencido por el animal para dejar su sangre y su vida sobre el ruedo como
acabamos de presenciar. Digamos que lo entiendo y lo suscribo, pero ¿no suceden
cosas peores? Y ¿qué hacemos por evitarlas? Habría que recordar que Tomás Moro,
autor de la Utopía, perdió la cabeza cercenada por orden de Enrique VIII, de quien
había sido consejero y ministro. De otros “horrores” nos sobran evidencias.
José Antonio Arias-Frá