Uno de los argumentos menos entendidos cuando se trata de evaluar y emitir criterios tiene que ver con la interpretación que comúnmente se ofrece acerca de la libertad de expresión. El concepto en sí es explícito, pero suele padecer laceraciones cuando el factor político manifiesto por intermedio de la influencia gubernamental entra en escena.
Basándose en una supuesta relatividad que no debería existir, pues hay conceptos cuyo valor absoluto no deja mucho margen a las interpretaciones diversas, la libertad de expresión viene a estar limitada cuando en cada caso y desde el poder se le confiere un significado sobre temas cuyas implicaciones suelen ser doctrinales.
Lo anterior es en cierto sentido inevitable; pero la diferencia queda marcada cuando la intensidad del problema pre-establece sus propios límites de influencia. Cuando se trata de gobiernos democráticos en que la competencia está centrada en el pluripartidismo, es común que los competidores lleven a cabo una interpretación conceptual afín con sus presupuestos y aspiraciones. Sin dudas, hay aquí una especie de vicio del valor objetivo del concepto motivado por el interés, pero siempre, y esa es la alternativa; habrá quien esté más cerca de una interpretación real.
En medio de un proceso donde los intérpretes de las diferentes propuestas tienen la posibilidad de someterlas a un juicio de criterio, cuyo resultado final se materializa en las urnas, la libertad de expresión adquiere vida propia. Se cierra de esa manera un ciclo que transita de la objetividad conceptual, a la diversidad interpretativa y regresa a la materialización del valor original por intermedio de la expresión general y concreta.
Muy diferente es el tratamiento acreditado a la libertad de expresión en sociedades totalitarias estructuradas piramidalmente. En estos casos y sin posibilidad de variación, real o aparente, se produce una interpretación unívoca del referido concepto. Es curioso que quienes ejercen el poder en representación del estado, reconocen como válido el absoluto control sobre los medios de comunicación, que conforman –en cualquier caso- el vehículo de garantía para la exposición de criterios que llegado ese momento deberá poseer una connotación singularizada.
Lo anterior representa una alternativa que en la práctica contradice la esencia del concepto, aún en su forma más genérica. Es esa la causa que impone un énfasis desmedido al factor de condicionamiento ideológico como preámbulo a la formulación de una tautología en la que la libertad de expresión se diluye en la falta general de libertad. Sobreviene, por esa vía, la gestación y promoción de teorías políticas pseudo-científicas que respaldan la existencia de una libertad de expresión amañada y sui generis y que en la práctica no es otra cosa que la negación más absoluta del concepto.
El problema no es tan simple, pero aleja a los pretendidos artífices del nuevo orden neo marxista desde Lenin hasta hoy, del componente básico de la teoría original: la dialéctica, a la que se atribuye una deleznable y torcida interpretación. El resultado es que se prescinde de su uso para crear un rígido encasillamiento (casi un corsé, según lo definió Octavio Paz) basado en la ideología; cuya ortodoxia justifica la existencia, cuando menos, de una prensa parcializada cuyo ejercicio crítico se limita a servir como contrafuerte al estado todopoderoso convirtiendo al periodista en un simple vocero.
Aunque en realidad hay muchos vectores que pueden ser sometidos a éste análisis, otro realmente importante está relacionado con el proceso educativo, que en sociedades no democráticas tiene un carácter condicionante, preceptivo y en consecuencia alienante; encaminado a establecer el compromiso del educando desde los niveles más elementales. Muy distinto es el caso de los estados democráticos donde es importante la separación de poderes entre iglesia y estado y la opción de permitir a los padres, sin convertirse en reos de desobediencia o poseer sentimientos de culpabilidad injustificados, el tomar la opción que consideren adecuada.
Hay, por último, un aspecto de índole censurable en el caso de países bajo gobiernos totalitarios. Muchas veces la longevidad de las dictaduras –es sabido que existe total coincidencia entre dictadura y totalitarismo, independientemente del origen o signo político- obliga a sus defensores a situarse muy cerca de la estafa social proyectada en absoluta falsedad al pretender crear un nivel interpretativo común acerca de la libertad de expresión.
El ladrón, en acto de auto descargo, suele pensar que todos se le igualan en su deleznable actitud. Lo mismo sucede cuando criterios políticos disímiles se producen en las sociedades empíricamente estructuradas. Pensar, decir, escribir; puede llegar a ser “justificadamente condenable” por intermedio de falsas acusaciones, en cuyo caso no sólo se minimiza, sino que se coarta y destruye la validez de las hipótesis. Aquel que acusa al otro de “vender” su intelecto se proyecta a sí mismo como el referente de una formación limitada, quizás no tanto en lo científico, sino más bien castrada por la incidencia fatal de la ideología; por intermedio de la cual se auto justifica para hacer exactamente lo mismo que el ladrón de marras.
Pensar, y lo que es peor, referirse a la libertad de expresión como una quimera inalcanzable (algo que he escuchado muchas veces entre ignaros representantes del totalitarismo) constituye la evidencia más rotunda del anquilosamiento. La argumentación histórica que posibilita esta afirmación se remonta a los tiempos del “Ancient Regime” en la Francia anterior a 1789, donde los preceptos del absolutismo monárquico muy vinculados a la ortodoxia religiosa, entraron en contradicción con las concepciones filosóficas que catapultaron las ideas de la Enciclopedia y el Iluminismo a sectores de la población que experimentaron la necesidad de evolucionar hacia la modernidad en la esfera de las ideas y el pensamiento, mucho mas a tono con el desarrollo que sobrevino un siglo antes con la revolución industrial iniciada en Inglaterra en 1640.
La evidencia anterior convierte en insoportable el argumento de poner al mismo nivel la libertad de expresión en sociedades democráticas y totalitarias. Ahí esta enmarcada la querella entre Voltaire y Rousseau; de la cual quedó como sentencioso y sólido argumento el planteamiento del primero: todo ser humano tiene el derecho a opinar – es inherente a la racionalidad humana (nota de autor)- pero también le asiste la obligación de respetar y defender, aún con su vida, lo que digan los demás. El verdadero contenido de la exactitud realmente dialéctica de un concepto como “libertad de expresión” quedó pautado a través de la posterior influencia de la filosofía racionalista de los pensadores ingleses y alemanes entre los que Emmanuel Kant desempeñó un papel preponderante.
La castración de los argumentos por vía del uso de un recurso tautológico se convierte entonces en la negación más absoluta de la libertad de expresión y lacera definitivamente el concepto “per sé” de libertad. En medio de semejante orden, la relatividad a que se pretende hacer referencia, no sólo carece de contenido real –sujeto a la pura sintaxis- sino que tampoco está amparado en la dialéctica, muy maltratada por aquellos que pretenden utilizarla como escudo (1).
José A. Arias
(1).-En el marco de un análisis conceptual, como el que se expone, no resulta posible elaborar sobre otros conceptos como los de materialismo dialéctico o histórico; en buena medida bases argumentales y a priori del revisionismo marxista en la época contemporánea y que han formado parte de la defensa de un proyecto que ni es puro, ni real y cuyas intrínsecas contradicciones lo han puesto en evidencia.
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