Al acercarse las elecciones de segunda vuelta en Perú y después de escuchar muchas opiniones, la de Mario Vergas Llosa incluida, se me hace insoslayable el tema; primero porque soy hispanoamericano de origen, segundo porque soy cubano. Esto último, pensarán algunos, no obsta para intentar dar una opinión basándonos en nuestra propia experiencia que, como se sabe, no es tan maravillosa como a muchos se les ha hecho creer; además, sin argumentar demasiado en las razones históricas de los problemas de nuestro continente, fue en mi país de origen donde de nueva cuenta –mediados del pasado siglo- todo comenzó.
A partir de lo que Carlos Rangel definió como la “catarsis fidelista” y al socaire de la entrada victoriosa de Fidel Castro en La Habana en enero de 1959 la historia del antiimperialismo latinoamericano se hace más notoria: “no podrá nunca extirparse del corazón de los latinoamericanos la emoción de haber visto desafiado ¡desde Cuba! El poder imperial norteamericano (Rangel, Carlos.- Del Buen Salvaje al Buen Revolucionario. Monte Ávila. 10 ma. Edición, 1982, pág. 83). La expresión del antiyanquismo no tuvo sin embargo, una justa medida en razón de la forma en que se desenvolvieron los acontecimientos. En los dos años siguientes al comienzo de la revolución castrista, la nación cubana engrosó el grupo de territorios en la órbita soviética sin que a casi nadie le pareciera extraño e inaceptable.
Castro había vencido a los norteamericanos en Girón, garrafal error de apreciación que aún hoy día se mantiene intacto en la mente de quienes ven en los Estados Unidos el enemigo de todos y de todo, prestándose a partir de ese momento a convertir en realidad la idea soviética, vigente desde los tiempos de Stalin, de conseguir un territorio de avanzada en Occidente. Los soviéticos llevaron a cabo el arreglo más conveniente logrando situarse a sólo 90 millas de las costas floridanas para poder contar con un tremendo argumento de presión política y militar en medio de la guerra fría.
Pero la estrategia no sólo tenía que ver con Cuba; desde mucho tiempo antes en el continente latinoamericano, el antiyanquismo había sido directamente proporcional al crecimiento de la influencia comunista; en algunos países existían partidos políticos de filiación marxista o propiamente denominados comunistas cuya participación en la actividad política no era descartable. Casos como el de Chile (recordar el binomio Luis Corvalán-Volodia Teitelboin) y otros de inspiración más liberal –genéricamente vistos- como el de Perú con la Alianza Popular Revolucionaria (APRA) de Víctor Raúl Haya del la Torre se hallaban en absoluto compromiso con la retórica anti yanqui de entonces.
El Justicialismo en Argentina con Perón y la marcada y prolongada gestión del PRI en México a través de su peculiar estilo de ejercer el poder y sus clásicamente agrias relaciones con los Estados Unidos durante más de 70 años de dictadura partidista conformaron un escenario en que el enfrentamiento con el norte era asumir una actitud de” vergüenza nacional” frente a los “desmanes” del poderoso vecino. La coyuntura se tornó más que propicia para que se conformara una alianza entre los sectores de izquierda y al extremo de esa posición y comenzar así una etapa de consolidación para llegar al apogeo de la nueva revolución antiimperialista latinoamericana.
En las décadas doradas del antiyanquismo (los 60 y 70 del siglo XX) confluyeron entonces varios elementos que matizaron la vida política del continente. La lógica parece irrebatible, el fenómeno de las oligarquías nacionales cuyo origen se remonta a la etapa colonial y hasta 1826, año de la independencia, se erige en argumento embrionario de la cuestión. El elemento criollo, atenazado en su crecimiento por la metrópoli, España, consigue al fin hacerse, a través de una evolución de varios siglos, con el suficiente poder económico para encarar la dirección de la guerra anticolonial y sin excepción, los patriarcas, futuros oligarcas, se convierten en los precursores de esa asonada; este argumento que suele ser dejado de lado por muchos en el afán de arrimar la sardina a su bracero marcó la posterior historia continental desenvuelta entre los avatares caudillescos en lo político y los abusos de la oligarquía en lo económico.
A diferencia de la Revolución de Independencia en Norteamérica y en consecuencia con un anterior destino colonial muy diferente al que tuvo lugar protagonizado por España en los territorios hispanoamericanos; nuestras repúblicas parieron caudillos que las dirigieron sobre la incontrastable fórmula del poder vitalicio y la aceptación de los pueblos que solían escuchar sus voces como semidioses de incontrastable opinión. La conclusión a la que puede arribarse es la de que el origen colonial de Hispanoamérica, resulta hasta hoy uno de los principales frenos en el desarrollo y la modernidad continental. ¿Cuál puede ser sino, la razón de que en muchos países del continente hayan habido tantos tiranos –de diferente signo político- hasta hoy? Si la balanza de la justicia, que se aduce ciega, y su fiel representa la verdad, debemos colegir que la práctica constitucionalista y democrática en América Latina ha sido, con contadas excepciones, un argumento ajeno a nuestros hábitos políticos.
En fuerte evidencia de todo lo anterior la interpretación medular de la independencia política a partir de los años 60 y tras el catalizador que fue la revolución cubana, produjo un vicio de origen conceptual que perjudicó cualquier esfuerzo democrático en muchos países del continente. El presupuesto de que la lucha armada era la vía más acertada para alcanzar la plena independencia política tenía que abanderarse forzosamente del antiyanquismo y su natural complemento, el anti-neocolonialismo para así meter dentro del mismo saco a los países que según la nueva óptica ordinal comenzaron a ser llamados del “primer mundo” en contraposición a los expoliados del tercero. Aparecieron entonces las ideológicas diatribas, las opiniones justicieras, los manuales de confrontación antimperialista, los de lucha guerrillera, se orquestaron foros y conferencias de “unidad” y se comenzó a hablar de América Latina como “El Continente de la Esperanza”
Para ser fieles a una interpretación histórica ordenada debemos seguir el hilo de los acontecimientos y una vez más el caso cubano se convirtió en el paradigma de los nuevos revolucionarios latinoamericanos. El modelo cubano tuvo influencia en todos los órdenes de la vida política continental. Avalado inclusive por aspectos superestructurales (dialécticamente visto el asunto) como la cultura, la religión y el movimiento obrero a través de la acción de los sindicatos; eso que hoy se define como “sociedad civil”, en los tiempos referidos adoptó un cariz paramilitar. Cuba se autoproclamó como “faro y guía” de la revolución latinoamericana cuyo enemigo principal eran los Estados Unidos, el neocolonialismo y las oligarquías nacionales, burguesas y explotadoras, aliadas de los dos primeros. Esta ecuación aún no del todo descartable al día de hoy no puede ser resuelta, según los que la alientan, fuera del marco de la confrontación absoluta y en muchos casos articulada por el uso de la violencia extrema.
De la anterior hipótesis se enamoraron muchos que con el tiempo se dieron cuenta de su error. Entre la intelectualidad y la iglesia católica se produjo una extraña coincidencia mediante la cual les extendieron un cheque en blanco a los nuevos revolucionarios latinoamericanos. La febril actividad literaria de aquellos tiempos produjo un movimiento importante en los anales de la literatura a nivel universal; el Realismo Mágico catapultó a la fama la obra de hombres cuyo argumento puso en evidencia los desmanees del casi feudal parroquianismo latinoamericano entre la suciedad y el compadrazgo de la corrupta sociedad castrense ignara e imberbe. Los fuertes impulsos aperturistas de Roma bajo el papado de Juan XXIII y el Concilio Vaticano Segundo crearon el trasfondo para una supuesta nueva actitud de la Iglesia Católica en Latinoamérica y por ese conducto se llegó a la santificación de la curia revolucionaria y guerrillera. EL primer mártir de esa hornada fue el cura colombiano Camilo Torres quien murió en combate de la guerrilla con el ejército de su país, brindando así un poderoso argumento de respaldo a la tesis de otro sacerdote, el peruano Gustavo Gutiérrez, quien sólo meses antes había publicado su libro “Hacia una Teología de la Liberación” que vio la luz en 1971.Todo lo que sobrevino después de lo anterior es también historia y aunque para los tiempos de Juan Pablo II se tomaron enérgicas medidas en afán de producir cierta rectificación, la curia en Latinoamérica sigue, sobre todo a nivel parroquial, muy vinculada a los afanes populistas.
El tercer elemento de la escenografía revolucionaria en el continente, y el más importante, estuvo –y sigue estando, aunque muchos no lo crean así- en la exportación de los ingredientes para el desaguisado. La ambición castrista de insensata raigambre antinorteamericana rebasó toda predicción posible, le llevó a sacrificar los intereses de su país en función de estructurar un frente común de lucha antiimperialista que no dio resultado. La intentona más conocida fue la protagonizada por Ernesto “Ché” Guevara en Bolivia; la consigna pública: “convertir Los Andes en la Sierra Maestra de América Latina”, los recursos económicos, proporcionados por la extinta Unión Soviética. No habría que ser demasiado brillante para concluir que el actual estado de la nación cubana es principalmente una consecuencia de la malhadada política de despilfarro propagandístico, económico y militar de los comunistas cubanos que encaramados en esa ideología y envueltos en el argumento del “internacionalismo proletario” todo lo lanzaron por la borda, al final y como hasta hoy, siempre es posible culpar a los yanquis y el “bloqueo” de ser causa de cualquier mal acontecido y aún por venir. La teoría del “foquismo” alentada por Guevara resultó a la larga un estrepitoso fracaso y su principal ejecutor, el propio Guevara, lo pagó con su vida. El mecenas intelectual, Regis Debray, mutó hacia una posición de desentendimiento absoluto con relación al problema, que le ha ganado el apelativo de traidor entre las “izquierdas irredentas” y el consecuente argumento para convertirse en un proscrito de las mismas.
Los dividendos de la lucha revolucionaria debieron ser evaluados en función de los resultados y habría que medirlos en las elevadas cifras de muertes ocasionadas por la intempestiva y anímica descarga, que como orgasmo revolucionario acabó con la vida de cientos de miles en un escenario en que la acción y la reacción fueron forzadas a enfrentarse en el menos recomendable terreno: el de la lucha armada y en el cual ninguno saldría victorioso. El caso de El Salvador es gráfico en éste sentido y aún en el presupuesto de que los revolucionarios de marras obtuvieran victoria, siempre fue lo suficientemente pírrica para ser trascendente. La supuesta batalla por la soberanía nacional sigue siendo un pendón de uso irracional y coyuntural y el desarrollo económico una quimera inalcanzable diezmada por el olor de la pólvora y el luto, la frustración y la tragedia.
Sacando nuevamente conclusiones lo estrictamente apropiado es pensar que el éxito de los revolucionarios no es el fin de los problemas de los pueblos y la única manera de paliar los efectos de estos resultados es tratar de argumentar en torno a las amenazas del imperio que sigue siendo un factor decisivo y aplastante según se alega. ¿Hasta cuándo, me pregunto, algunos pueblos de Latinoamérica seguirán centrando la óptica de sus propios problemas y de manera exclusiva, en factores de índole externa?
Si dijéramos que la Historia no cuenta, y que no hay excepciones, pudieran tener cabida algunos juicios de valor; pero lo cierto es que la gestión de países como Chile, Colombia, Brasil, Costa Rica, Panamá, Uruguay y Perú demuestra lo contrario. Es innegable que problemas ancestrales, aún en algunos de esos países limitan sus posibilidades, pero en todos los casos dichos problemas son anteriores a la validación e inclusión del argumento imperialista y la supuesta necesidad de combatirlo. El indigenismo, los problemas lingüísticos y de comunicación, la insuficiente y famélica política educacional no son el resultado de la omnipresente contradicción; nadie se roba los cerebros, los cerebros se escapan de los áridos escenarios donde no encuentran rédito a su esfuerzo, lo cual es plenamente demostrable y daría pié a otro análisis concluyente. Baste decir que ninguno de los alabarderos del chauvinismo revolucionario les place responder a la pregunta de por qué Costa Rica, país pequeño de sólo cuatro millones de habitantes ha sido un paladín de la democracia en el mismo escenario geográfico donde otros no han podido lograr encontrar la solución a sus propios problemas en medio de una histórica ordalía antinorteamericana.
Es un hecho que cuando los Estados Unidos no eran más que un gran predio rural, ya la América española tenía una historia de varios siglos en la que instituciones educacionales, religiosas y aún políticas, dentro de las limitaciones del ambiente colonial, habían echado raíces. ¿En qué radica entonces el obstinado empeño en hacer creer a muchos que la única causa de todos los problemas de nuestros países está en su relación con los más industrializados? Si decidimos responder esta pregunta fuera de los argumentos de Galeano y sus “Venas Abiertas” el intríngulis del problema no es una supuesta y abusiva relación que siempre está a la mano aún amparada con datos que siempre suelen ser manejables a conveniencia. No pudieran desconocerse entonces las interpretaciones que validen el llevar a cabo una buena administración de los recursos de todo tipo y propiciar el desarrollo hacia adentro, basado en la libertad individual y la libre empresa, y en el hecho de que los gobiernos renuncien al latrocinio y no sean juez y árbitro, sino sólo esto último. Ese es el caso de los países que he citado y una posible respuesta al caso de Costa Rica, tan incómodo para los paladines del antiimperialismo tercermundista.
Constituye una posición muy cómoda jugar al atrincheramiento y descargar responsabilidades propias en terceros y ajenos. Describir la relación norte-sur (como también se ha presentado) como un convite cuasi esclavista de los primeros con respecto a los segundos no es, y no ha sido otra cosa que gobernar desde la demagogia, lo que para algunos y en función de sus propios intereses sí constituye una fórmula para perpetuarse en el poder.
A pesar de todo y si con el rigor político e ideológico bajo los cánones del marxismo-leninismo, sólo ha logrado prevalecer la evidencia debilitada y marchita de Cuba, el problema de América Latina parece enfrentado a una nueva coyuntura donde las alternativas se conducen en algunos casos por vía equivocada. No es predecible cuánto puede prolongarse este subterfugio en su duración; lo único cierto es que allí, dónde éste preconizado y vacuo socialismo del siglo XXI se entronice, sus resultados no serán otros que la antinomia de lo que se pretende conseguir, al menos por quienes se atrevan a apostar por dicha alternativa. Si en medio de una correlación de fuerzas que dividía el Mundo en dos y supuestamente enfrentaba ambas tendencias bajo argumentaciones políticas disímiles, aquellos que por despecho e incapacidad intrínseca de competir en buena lid perdieron la partida y aún teniendo a su disposición recursos que parecían inagotables, ¿qué puede esperarse de los que desperezando limitaciones seculares hablan de un socialismo que parece más bien una suerte de galimatías sin asideros teóricos reconocibles?
Lo único que me parece claro en toda esta gestión, es que un grupo de personas cuya inflamada y enardecida oratoria, trasmiten a las masas su voluntad de llevarlos al poder, para que una vez alcanzado se perpetúen en él y las manejen a su antojo, no es solución a ningún problema. Quizás sea erróneo percibir esta gestión como fórmula de acceso a los gobiernos, ya que por esa vía la democracia puede convertirse en un camino para ejercer la tiranía. Los nuevos mesías del populismo han encontrado un camino para circunvalar la democracia, deben abandonarlo e inclusive, no conseguirlo. Dejarnos arrebatar el más sólido instrumento con que contamos en el ejercicio democrático, el derecho a votar y decidir, sería poner en bandeja de plata a esos señores la cabeza de la democracia, en torno a la cual y a través de sus acciones, tanto desdicen.
América Latina, en muchos de cuyos territorios se entronizaron dictaduras de derecha o de izquierda, de militares con ansias e ínfulas de gobernar sus países como cuarteles; ha podido superar esos momentos difíciles en la mayoría de los casos y con la sola excepción de Cuba que no puede y no debe ser ejemplo para nadie, tiene que mirar hacia el futuro siguiendo el derrotero de los países que conforman su vanguardia; así como olvidarse de las tendenciosas confrontaciones que sólo atizan la envidia y menoscaban el espíritu de sus habitantes. Los gobiernos deberán estar llamados a alentar el desarrollo y la explotación de los recursos al interior de sus economías para conseguir la equidad y el respeto del resto del mundo. No hay explicación alguna que no esté motivada por espureas intenciones, capaz de evitar que así sea. Cuando se pongan por delante los intereses nacionales y se llegue a demostrar mediante una gestión política exitosa lo redituable de sus resultados, quedaran en evidencia las intenciones de quienes pretenden ver la paja en el ojo ajeno sin ser capaces de descubrir el lingote en el suyo propio.
Con la definición política que sobrevendrá tras la segunda vuelta electoral en Perú, podrá saberse por donde encontrar el camino más adecuado, además de si nos asiste la razón en uno u otro sentido. Si bien ese resultado no cambiará la historia descrita, una suerte de elección entre males mortales –al menos hasta hoy- no me ha parecido la mejor forma de encarar el problema y menos para condenar a muerte y por anticipado el destino de una nación que merece algo más que una expresión lapidaria. Como expresó Plinio Apuleyo refiriéndose al comentario de su amigo Mario Vargas Llosa, hubiera sido mejor votar en blanco. Para los que hemos sido víctimas del engaño y que por muchas razones aún no hemos podido conculcar sus efectos, el crédito a los falsos profetas solo contribuye a la prolongación del engaño como tal. Gozar de libertad no debe permitirnos actuar en su contra.
José A. Arias.
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