Probablemente sea muy difícil entender las razones de la durabilidad de un proceso que como el cubano se inserta en la historia reciente como una especie de antología del error, específicamente en la América de habla castellana, y a pesar de que sus influencias han tenido la pretensión de ser universales. Dejando a un lado la hipocresía, unos lo reconocen y otros callan por pudor o simple y banal idolatría. Los demás, vociferantes, no tienen remedio y se me hacen definitivamente descartables.
En lo que algunos, un tanto conservadoramente, llaman la madurez y otros acercándose mucho más a la realidad califican de “etapa final” sólo parece lúcido decir que algo tan importante como el tiempo, al cual la lógica obliga a definir como condición básica de la mejoría; ha sido en el caso cubano la antítesis de tan elemental conclusión. En los ejemplos que pudieran citarse y en los que el tiempo se convierte en testigo de un desastre, siempre se hace tangible como testimonio de la inercia, en medio de la cual los pueblos suelen sufrir de una lamentable desesperanza.
A la llegada del 2012 todos los argumentos capaces de codificarse en textos, manuales, discursos y hasta diatribas, que no pocas han existido, parecen engrosar la historia de uno de los disparates más horrendos que pudiera describirse como la crónica de un gran fracaso que no solo es demostrable pero que tampoco tiene nada salvable en tanto haya constituído una decisión emanada del poder y donde la única solución incluye la aplicación de una perentoria fórmula de sanidad socio-política.
Escribo sin sonrojo, pero no puedo negar que mis afirmaciones están matizadas de cierta frustración. No resulta evitable sentirla, aunque tampoco desconozco que la frustración es un sentimiento que se añeja y se purifica en el patriotismo: soy cubano y quizás, como una especie de consuelo escondido en lo más recóndito del espíritu, pueda pensar que la desconfianza y la ruptura se anidaron en la mente de muchos por más tiempo que en nuestro propio caso; aunque siempre recuerdo las palabras de un simple pero sabio cubano –que ya no está entre nosotros- cuando le escuché decir: “…si no podemos evitar que Fidel Castro muera en su cama, temo que a los cubanos nos gobernará un cadáver”
Creo que no he sido el único que acude a las versiones sobre el deterioro basadas en los análisis comparativos pero me preocupa que algunos aun no nos resultan favorables, amén del generacional, el mas demoledor de todos; las diferencias culturales, étnicas, religiosas, raciales y todo lo que conforma el cuerpo social de una nación, se convierten en elementos que conspiran contra las analogías basadas en patrones de comportamiento; en tanto la libertad, intrínsecamente genérica, esta vinculada a las circunstancias en que se materializa. El factor político que dio lugar al proceso que hoy se hace revocable fue, en su momento, sui generis, sin que por ello fuera ni justificable, ni necesario; aunque hoy es además, obsoleto.
Es cierto que la discrepancia genera discusión pero a la larga los resultados de cualquier disputa, en gran medida superada, confluyen y coinciden en la imagen de un país sin futuro bajo las actuales circunstancias. Las apologías siempre incluyen una fuerte dosis de parcialización y de conclusiones irrealizables están llenas, la justificación que no es `posible, mucho menos si es basada en la mentira, se alza como la irrefutable verdad del deterioro y el fracaso. No solo los cubanos han aprendido a leer entre líneas, una buena parte del mundo también lo ha hecho y quienes no saben de qué lado está la verdad no son otra cosa que apologistas a priori, o tontos que ni siquiera son útiles.
Ya no es creíble bajo ninguna circunstancia que la longevidad de un proceso pueda atribuirse a su inherente fortaleza en tanto esté basada en una ideología superada y malsana que calcifica, deteriora y encallece el pensamiento atribuyéndole la razón provista por un contenido dogmático y ortodoxo. El conglomerado de hechos que se glosan bajo el denominativo de “proceso revolucionario” no es otra cosa que la negación más absoluta de la libertad en función del arbitrio ejercido desde el poder por quienes conforman una casta incapaz de reconocer sus limitaciones.
¿A quienes puede parecerles refutable el argumento anterior? Existen algunas posibles respuestas: a los que creen que se puede alcanzar la libertad basándose en el poder del miedo y la represión, en cuyo caso se avizora una estrechez conceptual que invalida el concepto en sí, a los demagogos que defienden sus mezquinos intereses y a los fracasados cuyo tiempo y a sabiendas ha expirado a la sombra de malas causas y que han terminado tragándose su propia conciencia y como recurso existencial decidieron venderle su alma al diablo.
Del otro lado se atisba la esperanza que no es tan intangible como muchos quieren hacer creer, ni tan imposible de materializar como otros desean. Entre el desmontaje del radicalismo ideológico y la imposibilidad del engaño, se filtra el aire y la claridad por los resquicios de las grietas inevitablemente abiertas en un proceso carcomido por el tiempo y víctima de sus propios errores y contradicciones y no es improbable que las acciones tomadas en el afán de fortalecerlo se conviertan a contrapelo en el inicio del fin. La necedad no incluye alternativas, pero entre la lógica y la biología –aunque se haga difícil aceptarlo- puede andar la solución.
Entre tanto ha comenzado otro año y en esa jerga insolente que los comunistas suelen utilizar, tendrá otro bautizo de consigna y barricada, otra pretendida estafa en la que nadie cree porque sus argumentos se han ido consumiendo en el tiempo de la sinrazón. Veremos que nos trae, lo único cierto es que ya hemos esperado demasiado.
José A. Arias.
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