En medio de los quehaceres ineludibles del día a día, escuché en la radio a un periodista ecuatoriano decir algunas cosas que me parecieron interesantes. Interrogado por su interlocutor sobre la presencia de Ahmadineyad en su país y a cerca del visceral antiimperialismo a destiempo de algunos gobernantes en países latinoamericanos y específicamente contra los Estados Unidos, el entrevistado expresó: “la supuesta raíz del antinorteamericanismo (cito) me parece tan infundada como querer culpar a España hoy por haber sido nuestra metrópoli por casi cuatro siglos, o pensar que los alemanes y los japoneses tendrían que enemistarse con los norteamericanos por el hecho de haber sido derrotados por ellos en la II Guerra Mundial”
Mucho se ha insistido y se insiste, en virtud de una necedad malsana, en que hay culpas por pagar y que como un delito que no prescribe, el cacareado y supuesto acto de saqueo de las riquezas de los territorios latinoamericanos debe constituir una mácula permanente en las relaciones de nuestros países con el “insaciable” vecino del norte. Quiérase o no, este es el esquema elemental y absurdo que ha sido alentado y predomina en el trasunto mental de nuestros pueblos y de algunos gobernantes que suelen elegir. La propaganda ha reforzado la idea y aunque otros motivos la desmientan y en algunos casos la descarten, siempre está a la mano como excusa para encontrar las manchas en el sol.
Es en el último estadío del ejercicio democrático donde se evidencia el error. El título de este trabajo –atribuible por demás al periodista de marras y que extraje de su conversación- es la evidencia “in extremis” de una superposición del recurso en virtud de justificar el método: las urnas terminan convirtiéndose en el medio desde el que se imponen, por medio de los votos, las botas. Luego ante una apabullante realidad sentada en las bayonetas y refugiada en los cuarteles muchos se preguntan ¿qué hacer? y cómo ha sido posible llegar tan lejos.
En el contexto de circunstancias históricas que hoy nada tienen que ver con el inmovilismo manifiesto de sus alentadores, el auge revolucionario en América Latina, sirvió para tender una cortina de humo ante la verdadera realidad. Las revoluciones y sus protagonistas, los revolucionarios, nunca suelen ser reconocidos como golpistas, camorreros o narcotraficantes y en esencia culpables de execrables delitos que les son perfectamente imputables y comprobables.
La Historia en sí puede probar los hechos; pero lo que me interesa es evidenciar las minúsculas dimensiones argumentales con las que, como hoja de parra, estos revolucionarios devenidos en políticos, justifican su impúdica gestión. El asunto es conseguir el poder, después ya se verá y, para ello, hay que convencer a las masas –semiótico concepto aludido y que representa una amalgama ideologizada, clientelista y carente de criterio- de que sean capaces de respaldarle con su voto. En el desenvolvimiento de esa estrategia se concentra el esfuerzo, tácticamente el poder totalitario aparecerá como una garantía tangible en el futuro.
Si pensamos en los casos de Venezuela, Bolivia, Ecuador y la actual Nicaragua –no así en el de Cuba, matriz del problema, pero con diferente origen- hay un argumento común como antecedente de las actuales circunstancias: el deterioro de las relaciones políticas entre los partidos y sus representantes así como la inclusión en las decisiones emanadas del poder del favoritismo y la corrupción, tendieron a generar un aleatorio y particular estado de opinión que siempre va a resultar pasto reverdecido para los “adustos y justicieros revolucionarios” que medran a la sombra siempre dispuestos a llevar a cabo sus propósitos. Los verdugos de la democracia se abanderan entonces con la demagogia y se atribuyen una popularidad discutible en cada caso, que tiende a ignorar la realidad y a engrandecer virtudes intangibles e improbables entre guerrilleros y otros agitadores de oficio.
Dentro de la nueva estrategia de la izquierda radical y revolucionaria aparece entonces la posibilidad de utilizar el mecanismo democrático por excelencia: la vía electoral; y por intermedio de las urnas y un supuesto apego a las demandas del constitucionalismo, hacerse con el poder y constituirse en gobierno. Es a partir de ese momento que comienza a revertirse el propósito supuestamente democrático e “ipso facto” la democracia tradicionalmente conocida y confiable, siempre superable en su esencia, se trastoca en prolegómeno burgués, capitalista y antipopular; atribuible en su ejercicio a la oligarquía complementada mediante sus consabidos apellidos de ocasión y aliada a los sempiternos y seculares designios imperialistas, lo cual se convierte en razón por demás, capaz de justificar cualquier acción para validar la eterna magnitud de la “democracia revolucionaria”
A resultas de lo anterior nuestros revolucionarios siempre se han caracterizado por ser muy buenos defensores de sus demandas cuando forman parte de la oposición, pero suelen ser soberbios y contumaces antagonistas de cualquier criterio que oficialmente y dentro de los mismos parámetros constitucionales pueda competir con su jerarquía o contrapesar su mandato. Lo anterior evidencia y denuncia “per sé” el carácter espurio de las reformas constitucionales tendientes a subvertir, cambiar o eliminar lo que ha sido una norma jurídica secular que ha servido de patrón al ejercicio del gobierno: el apego y respeto irrestricto al orden constitucional. Las ínfulas constitucionales de los revolucionarios son una especie de reglamento para el ejercicio del poder verticalmente concebido y piramidalmente engendrado y desde ese punto de vista la separación de poderes, una entelequia deleznable.
Es en ese momento de su infausta, aunque real existencia política, que el carácter mesiánico que se auto atribuyen los “líderes” revolucionarios los hace verse a sí mismos como únicos, capaces de conocerlo todo, resolver cualquier problema y extirpar los vicios de una sociedad a la que alegan defender y a la que en realidad avasallan. El patrón de comportamiento siempre será el mismo, y si para los marxistas, sobre todo los ortodoxos, los errores de los comuneros de Paris en 1871 no habrían de ser repetibles; tampoco deberán serlo para los impredecibles magos de la política contemporánea dispuestos a apartar del camino y/o sacar del juego todo cuanto estorbe y contravenga sus propósitos.
Es improbable, aun en los momentos de mayor auge revolucionario la unanimidad y esta a su vez marcha de la mano del terror o la prebenda; nadie juiciosamente y en consecuencia puede afirmar que la presencia de gobernantes, amén de llegar al poder por la vía electoral, cuenta con un respaldo unánime de la población sobre la que ejercen su mandato y la única, pero falaz manera de condonar esta imagen es la eliminación de la autonomía de los poderes que puedan compensar la acción del ejecutivo (jurídico y legislativo); y es precisamente esa la variable que se sigue en cada ocasión sin excepciones ni limitaciones.
Los gobernantes revolucionarios, convertidos ya en hacedores y representantes de una supuesta y discutible voluntad popular afianzan su poder en la falta de competencia que como norma siempre se da exclusivamente dentro del concepto de “democracia revolucionaria” A veces se llega al extremo de expresar lo que, más que un disparate, constituye una afrenta a la inteligencia, afirmando que en países como Corea del Norte o Cuba la democracia es verdadera y total porque es ejercida por el pueblo y en consecuencia es unánime y mayoritaria, quedando como única opción para los que no forman parte de esa “aplastante mayoría” el exilio o la cárcel, que en ambos casos convierte a los integrantes del pequeño “grupúsculo” en entes deleznables. Nada de esto es nuevo, pero lo que concita mi cuestionamiento es tratar de encontrar respuesta a una pregunta que parece elemental: ¿Acaso no es soberbiamente soez ante los ojos de sus propios electores y conciudadanos la actitud de estos revolucionarios que defienden tan amañado y peculiar concepto de democracia?
En la mayoría de los casos estos tiranos de izquierda –es eso lo que realmente son- ex militares golpistas, ex funcionarios y malhadados burócratas de sombría reputación, ex sindicalistas encaramados en la justeza de las demandas de algún atropellado gremio que alegaban defender y del que nunca fueron parte; constituyen la personificación de la peculiar categoría que agrupa a los revolucionarios comunistas bajo la difusa denominación de “cuadros políticos” Si nos atenemos a la historia y el expediente personal en cada caso, el origen siempre es el mismo y el prontuario una cátedra en materia de desestabilización social.
A través de lo expuesto y por intermedio de evidencias que parecen irrefutables es posible colegir que los gobiernos revolucionarios a este punto, enfrentan la disyuntiva de justificar la eternidad de su mandato y a partir de las “indispensables transformaciones constitucionales”, lograr su perpetuidad. El desconocimiento, el irrespeto por intermedio de la diatriba y una tendenciosa propaganda desde medios bajo control, minimizan la acción opositora para crear las condiciones que en medio de una total desventaja harán muy difícil el trabajo de ésta, a la vez que se refuerza la posibilidad de reelegir a un tirano que se perpetúa usando las urnas, las que en última instancia y en no pocos casos, son violentadas y vulneradas por el fraude mas sofisticado cuando el fin hace necesario que se justifique el medio.
No se trata de acusar festinadamente a los ejecutores de semejante proceder. Se lo que significa enfrentarse a sus designios; en materia de acusaciones y descrédito siempre hay un arsenal a su disposición pero me parece, no obstante, que sus actos y procedimientos constituyen el ataque más directo y demoledor ejecutable contra la democracia verdadera. Al final del camino, y no por casualidad, los cuarteles se convierten en el refugio más seguro de los revolucionarios: frente a la desnudez política entronizada por los caudillos revolucionarios entre sus “electores” y la concomitante y paulatina indefensión que van consiguiendo, el respaldo de las bayonetas aparece como una fiable e infalible garantía de la perpetuidad. De tal suerte los votos se habrán trocado en una alternativa para que las botas se impongan y hagan su parte.
José A. Arias.
Simplista y no muy clara explicación de muchas verdades históricas y presentes, pero una cosa se queda fuera del escrito: el pueblo elector. Desgraciadamente desde que nuestros paises hispanoamericanos dejaron de ser colonias, el voto ha sido poco menos que un relajo; nuestros ciudadanos no tiene el menor respeto para sus propias acciones, y una equivocada tendencia a esperar que el rico, el poderoso y el gobernante mesiánicamente nos dé lo que necesitamos, nos resuelva los problemas del diario existir, nos lleva a ver al capital como enemigo y al que se le opone como salvador. Ese error aumenta porque entonces vemos a la izquierda, o al menos, al opositor como el próximo angel salvador, y las tendencias izquierdizantes son aumentadas con nuestras simpatias y nuestros votos. Los votos que han electo y mantienen a los revolucionarios en el poder en Venezuela, ecuador, Argentina, Bolivia, y Nicaragua, son reales en primera instancia. Los fraudes y los robos en las urnas vienen después que los votos reales nos pusieron las botas sobre nuestras cabezas
ReplyDeleteLos que imitan a Castro en los otros paises no son ciegos, solo que les toman el gusto a la idea de perpetuarse en el disfrute del poder, y los ciudadanos de esos paises tampoco son ciegos, pero son masoquistas y disfrutan del sabor de cuero burdo de las botas. La verdad es que somos lo que somos porque eso somos.
Excelente discurso! El suo del antiamericanismo es un argumento para hacerse líderes permanentes y conservar el poder por siempre. Un instrumento comunista, un circo, la herramienta del salvajismo rojo contra la civilización. Los procesos políticos electorales en los países democráticos pueden no ser perfectos y estar llenos de oportunistas, pero los emperadores rojos que pretenden adueñarse del continente son la peor soluciòn, el camino al infierno que describiera Dante....
ReplyDeleteDebí decir ¨el uso del antiamericanismo¨.
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