EL
RECUERDO DE UNA GRAN AMISTAD
Hace
ya muchos años que conocí a Julio Antonio Vázquez Socarrás, fue allá por el año
de 1965, cuando teníamos menos de veinte, edad en que por naturaleza no solemos
dar crédito a la experiencia y esa palabra nos suena siempre como algo ajeno
que no suele tocarnos en ninguna medida. En ocasiones parece que el lenguaje se
adapta a las circunstancias de la vida y muy temprano en su decurso, hay
vocablos que tendemos a desterrar del argot cotidiano. La palabra experiencia que
tanto suelen incluir los mayores al ponerla a consideración de los demás, suele
sonar hueca y redundante.
Es,
por el contrario, interesante que a esa edad nos encarguemos de hacer amistades
que perduran y calan, que van evolucionando con nosotros mismos para constituirse
en parte definitiva de nuestra propia historia. En la psicología de los
adolescentes no ejercen presión factores de limitación con respecto a quienes
se identifican con nosotros y comparten nuestras penas y nuestras alegrías; por
ello, estímulos de carácter material son muchas veces los que dan pié al origen
de una perdurable amistad, tal y como sucedió en nuestro caso.
Ya las
escaseces comenzaban a limitar los gustos y el uso de lo que estábamos
obligados a consumir no satisfacía la demanda de quienes nos preocupábamos por
lucir y presumir; Julio tenía unos zapatos
color gris y puntera de "estilete", así les llamábamos en
aquel tiempo, y que eran una tentación para mí. El carácter afable, desenfadado
y cordial de Julio, me hizo acercarme a él para tratar de averiguar cómo los
había conseguido. Sin dilación se me ofreció y me puso en contacto con el
zapatero que se los había hecho, me dijo lo que le habían costado, que para mí
en aquel entonces no era cifra de juego, y gracias a su gestión y mis ahorros
terminé calzándome unos similares.
Casualidad
aparte, resultó que vivíamos en el mismo barrio y muy cerca; en razón de
aquellos zapatos grises y de fina puntera, nació nuestra gran amistad que se
mantuvo viva hasta su muerte que le sorprendió aún joven, porque además, éramos coetáneos. El
próximo abril Julio cumpliría 64, se fue de este mundo hace ya como cuatro. No
lo puedo asegurar, porque cuando recuerdo amigos como él, siempre pienso que nació
algún día, en algún mes, pero trato de evitar ex-profeso el momento en que se
marchan, para mí siempre se quedan y de algún modo, seguirán presentes.
Teníamos
muchas cosas en común, ambos crecimos casi como hijos únicos, él perdió a su
hermana mayor siendo muy niño, yo; tengo
una media hermana algunos años mayor. Éramos más intrépidos y aventureros de lo
que todo joven suele ser, aunque reconozco que en gran medida, yo era para él
como un "freno de emergencia" Julito, solíamos chiquearle el nombre,
no tenía límites y aunque su vida fue un torbellino en que se mezclaron la
pasión, el arresto, la inteligencia y la sabiduría, logró conseguir metas que
no eran alcanzables para muchos, sobre todo, en medio de las circunstancias en
que vivíamos.
Se
casó tres veces, pero sólo la última de sus mujeres enviudó de él, con cada una
tuvo un hijo, dos varones y una hembra. Hasta donde sé, no hay mucha
comunicación entre los medios hermanos, quizás por razones de no mediar relación
entre las madres y en gran parte, culpa de mi amigo. Julio se hizo maestro,
pero no ejerció el magisterio, quería ser periodista y lo consiguió, luego, quiso
ser cineasta y se convirtió en documentalista ganador de premios
internacionales. Su obra cimera, bajo el sugerente título de "Colores en
el Golfo" y acerca de la historia
de la pintura cubana, le mereció un premio de la crítica que le
entregaron en España, única vez en que viajó fuera del terruño.
Sobrevino
entonces una etapa de profunda crisis anímica en su vida. Cuando yo salí de
Cuba, durante los días del Mariel, ya estaba trabajando en el Instituto Cubano
de Radio y Televisión (ICRT). Todavía recuerdo nuestra última conversación
cuando fue a despedirse de mí. Insistía en que me asegurara de cuál sería mi
futuro y el de mi familia en el vilipendiado mundo allende el mar Caribe y que
intramuros nos pintaban entre las sombras y el oscurantismo de la
desinformación de una manera terrible; sus sentimientos, por demás sinceros,
reflejaban su preocupación por mí y los míos que de manera muy concreta éramos
como parte de su familia. Nuestra amistad se había convertido en hermandad. Aún
le dejé esperanzado, sobre todo, porque creía en sus posibilidades que había evidenciado
y le sirvieron para conseguir algunos logros, aunque nunca el reconocimiento
que debió merecer. Después, le llegó el derrumbe con la pérdida de toda
esperanza.
Conservo
varias de sus cartas en las que me hace partícipe de esa desesperanza y en las
que agriamente se queja de los desafueros que le afectaban como parte de una sociedad
que aún no logra desasirse de la influencia ideológica del totalitarismo
aplastante de metas y consignas, desenvueltas a través de una desenfrenada
demagogia que él, nunca pudo entender. Humano al fin, encontró la evasión en el
alcohol y sus facultades físicas se fueron debilitando. Yo sabía que estaba
mal, pero su enfermedad no tenía cura con un paquete de ropa o unos dólares
enviados desde otro sitio y que a pesar de todo, le hice llegar. El contenido
de sus misivas era la evidencia de que iba a morir físicamente, porque ya había
muerto en vida. Su cerebro, entre laberintos inescrutables, no soportó y
se negó a seguir pensando en todo lo malo que le tocaba vivir. Para su
desgracia, reventó; no sin antes quedar convertido en un vegetal de cuyo cuerpo
había escapado su incomparable vitalidad.
Murió
en una buhardilla, la misma en que vivió los últimos y penosos años de su vida,
sin que nadie se compadeciera de su situación más allá de su familia y algunos
amigos. Cuando la noticia de su muerte trascendió, una escueta nota de prensa
reflejó lo acontecido; creo que, quienes se hallaban cerca de él
sintieron su muerte en serio. Los otros, los oficialistas, se encargaron de
dorar la píldora, apurar unas cuantas mentiras e hilvanar un improvisado
panegírico.
Para
los que le conocimos y sabemos quién era verdaderamente, sólo hubo un Julio.
Otros amigos lo saben y si ahora leen estas notas, tendrán la certeza de que su
intrínseca alegría y su retador y permanente afán de libertad, se desenvuelven
en una dimensión de la que no pueden sustraerle. El 29 de abril, día de mi
aniversario de bodas, sería su cumpleaños, desearle felicidades tiene que
seguir siendo mi deseo, el es mi gran amigo y éste, mi modestísimo homenaje y
mi manera de recordarlo entre nosotros.
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