La novela de Padura El Hombre que Amaba a los Perros, es de esos libros que uno no quiere dejar de lado. Extraordinariamente planeada, magníficamente estructurada; condensa la crónica de un horror que, en el sentido histórico, muchos conocen someramente sin llegar a la disección que el autor produce de una época cuyos efectos, de alguna manera, la humanidad sigue padeciendo. Duele llegar al final porque rompe con los cánones literarios de una trama que simplemente atrapa, para ir más lejos; hace parte al lector y lo identifica con una experiencia de vida, que habiendo sido vivida o no, es inmanente, insoslayable e irrefutable.
En realidad son varios compendios –prefiero el término al de historias- elanzados a través de la narración de un mismo hecho y en medio de la cual el autor se nos revela como un enjundioso historiador (no exagero, sobre todo teniendo en cuenta que muchos que dicen serlo, no lo son) que desde una óptica literaria –él mismo insiste en que se trata de una novela y en consecuencia hay ficción- y no pura y hasta aburridamente pormenorizada y analítica, como suelen hacer los historiadores de oficio, le permite al lector entrar en contacto con los argumentos de la realidad histórica, hacer sus propios juicios y sin forzarlos; arribar a una conclusión ineludible: el fracaso de la gran utopía del siglo XX; la del triunfo del socialismo marxista como la gran epopeya de la humanidad capaz de liberar al proletariado, la masa, de los explotadores capitalistas e imperialistas y, desde la óptica de la teoría de la lucha de clases, conseguir su emancipación.
Aunque parezca evidente afirmarlo, no es muy común la posibilidad de producir una denuncia tan demoledora e irrefutable, y sólo cuando queda expuesta a partir de una experiencia personal que sin embargo es representativa de muchos de los que no tienen voz y se amplifica por intermedio del sacrificio de varias generaciones de seres humanos expuestos a las mismas alevosas circunstancias, así como de naciones que fueron o aun siguen siendo condenadas a vivirlas; la mentira deja de ser una posibilidad para medrar en contra de la realidad y la insolencia de la justificación queda anulada, ahora sí, dejándola fuera del juego totalmente.
El tiempo histórico, bien manejado, y que se hace parte del tiempo como recurso literario –no a la inversa y, como debe ser- goza en la novela de un irrestricto apego a la verdad. Es por ello que puede constituirse en información y a la vez, para muchos, también en denuncia. Así, cuando se hace más patente la ficción por intermedio del personaje que cuenta la historia; tampoco hay un abandono de la escenografía, descarnadamente real y convincente que el autor describe, para poner en vilo a sus creadores y echarles en cara su fracaso.
El gran mérito de la novela estriba en haber conseguido enlazar a través del rigor de hechos históricos y en torno al argumento principal –el asesinato de León Trostky a manos de Ramón Mercader- lo que a veces se hace difícil explicar por intermedio de largas y eruditas disquisiciones teóricas, que en la mayoría de los casos terminan por desinteresar a los potencialmente interesados.
En función de lo anterior, y fuera de los gruesos tratados que describen la historia del sovietismo desde sus orígenes hasta la caída del Muro de Berlín y la desaparición de la propia Unión Soviética y del bloque socialista; el lector se enfrenta aquí con la descarnada realidad que dio contenido a una historia, muchas veces contada festinadamente, mal y convenientemente descrita entre fanfarrias anunciadoras de un mundo irreal, internamente desenvuelto entre los avatares del terror y la abyección de sus principales protagonistas para imponer su concepto de “patria socialista” definido a través de la intolerancia y el superlativo ego de los caudillos de horca y cuchillo.
Las implícitas definiciones que hay en la novela de Padura no quedan expuestas solamente por intermedio del tratamiento al hecho histórico; llama la atención el aspecto psicológico de los personajes (reales y de ficción) abordado de forma tal que nos permite acercarnos a la inhumana realidad social con que resultan afectados bajo determinadas y comunes circunstancias. El incluyente y atropellante criterio tan bien descrito por Orwell en sus novelas, llamado a descaracterizar al individuo y su participación en la vida familiar para ubicarlo como objeto del estado y su política, encuentran entre las páginas de la novela un lugar preponderante que motiva al conocimiento y al convencimiento a quienes no conocen los resultados altamente peligrosos y deleznables del experimento de ingeniería social que va de la mano con la implantación del socialismo marxista y del comunismo en el ámbito de lo puro y absolutamente político.
El Hombre que Amaba a los Perros, es una novela necesaria, que cumple su propósito a cabalidad, y que debería ser leída por muchos. Las conclusiones a las que el lector puede arribar siempre serán las mismas aún cuando se traten de minimizar o evadir; allá quienes opten por dar palos de ciego con o sin convencimiento. Habrá, sin embargo, quien esté dispuesto a levantar el “piolet” para asesinar la inteligencia y descargar un golpe artero contra la verdad. Olvidan que los reductos de la mentira han desaparecido; no precisamente entre el devastador espectáculo de la guerra, más bien por el efecto de la influencia de su propio pasado.
José A. Arias.
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