Repasaba
recientemente diferentes versiones de un mismo hecho y me sorprendía la
diferencia contenida en las conclusiones
a que llegaban los distintos expositores. La relatividad puede hacer
maravillas, sobre todo si la intención pretende servir de escudo a la
deslealtad. Quizás sea por ello que esa supuesta objetividad de la labor que
los periodistas pretenden atribuir a su función parezca en ocasiones, más una
quimera que una concreta e indiscutible realidad; sólo aplicable al tratamiento
de la noticia, no así al análisis.
A veces la
pretensión del objetivismo se basa en la defensa de un argumento justo; aunque
el concepto de justicia en sí, entraña también una escala de interpretación que
se mueve entre la que le sirve al acusado y la que lo condena por intermedio de
quien le señala levantando el índice. La justicia, cuando se trata de aplicarla
socialmente, muy raras veces encuentra asideros comunes. Lo justo para quienes
la imparten, casi nunca lo es para quienes la reciben.
De lo anterior se
infiere que gobiernos justos, justicieros, imparciales; capaces de satisfacer cualquier
demanda por ridícula, perentoria y hasta necesaria; sencillamente no existen.
Donde el problema se agrava es en esos predios de condición exclusiva en que
los tiranos se roban la toga de la justicia y se arropan con ella: la tiranía
se convierte en un acto de invaluable justicia a perpetuidad, y los que la
representan suelen crear un ambiente en que la acusación es una versión unívoca
del poder y que no está sujeta a interpretaciones ulteriores.
Basta sólo leer con
detenimiento los cientos, miles de argumentos que esos llamados historiadores
que representan una “corriente de pensamiento” dentro de un sistema cerrado a
las más comunes interpretaciones, hacen de una información periodística que,
basada en medios que no admiten la reprobación, como el reportaje gráfico –al
que puede eliminarse el sonido, y aún sigue sugiriendo la misma idea- deforman;
con el sólo propósito de crear estados de opinión, que por irreales, son además
incorrectos, inciertos e improbables.
¿Resulta posible
acaso entender que, después de ver fotografías y reportajes de lo que acontece
en Siria, alguien pueda decir que el gobierno de Assad es justo y que merece
respaldo? He aquí un buen ejemplo de lo que trataba de explicar al respecto.
Pero lo absurdo de la actitud que asumen nuestros inveterados defensores de
todos esos proyectos de igualitarismo e inmaterial connivencia que nunca –quienes
la promueven saben de su imposibilidad- se llega a producir, es que conforman
el grupo de los que se manifiestan en apoyo de un criminal internacional como
el tirano sirio y en cuyo caso la historia contribuye a evidenciar.
La ininteligible
explicación que nos dan es que por muchos años han demostrado su patriarcal
preocupación por el pueblo que gobiernan y que, quien está imbuido de tan pura
intención no puede hacer el mal, ni se puede equivocar. La humanidad, en
diferentes momentos, ha sido testigo de los crímenes cometidos por estos
individuos en “defensa” de los intereses de sus conciudadanos y, si pensáramos
en algunas situaciones –no pocas por cierto- en que la necesidad de un
desenlace militar se ha hecho indispensable para frenar su sedicia; la
acusación sigue siendo un índice levantado por los malhechores contra quienes
pretenden contrarrestar el efecto de su acción.
La “apología de la
justificación” (término que he utilizado y que me parece muy gráfico al
respecto) no tiene que ser para nadie una bandera en disposición de ser
utilizada a la medida y en función de
las circunstancias. Alguien con quien conversaba y comentaba ideas en una
ocasión, me dijo: la ideología no es criticable porque está contenida en todos
los argumentos y quienes los elaboran en
contraposición a los nuestros, la utilizan tanto como
nosotros. Esta manera de pensar es precisamente lo que trato de definir como la
apología de la justificación que considero además, un grave error. En la
mayoría de las ocasiones se expresa por intermedio de una opinión fanática y
distorsionada que en consecuencia no suele ser real, ni siquiera cercana a una
posible realidad; sino todo lo contrario, una interpretación tendenciosa,
intangible e idílica.
Pero cotidianamente
nos enfrentamos a situaciones que parecen no tener una explicación lógica. Muchos
adelantan conceptualizaciones sobre lo que la política puede significar; desde largas
y complejas interpretaciones pretendidamente conceptuales que no rebasan la
categoría de panfletos bajo títulos alentados por consignas, hasta “estudios”
presentados bajo cierta pulcritud investigativa en cuyo caso puede resultar más
creíble lo que se expone técnicamente avizorado. Lo recomendable, en cado caso,
sería el ofrecimiento de una explicación convincente y desapasionada; pero es
lo menos común; ello sugiere del objeto de la historia -siempre el hombre- una
respuesta interactiva desde el punto de vista cognoscitivo que es muy difícil obtener,
lo que suele hacer fácil la tarea de los mercaderes de la información y en
todos los casos aquellos para quienes llevan a cabo su labor.
¿Con qué hemos de
tropezarnos al final? Unos alegan que con la historia contada por los
vencedores, otros festinadamente opinan que ha de venir expuesta por hombres
cuya intrínseca debilidad moral los hace parciales, otros que no logran
deshacerse de sus ideas ideológicamente comprometidas y se ven en los demás
como en espejo. Nada de lo anterior encausa la realidad a pesar de que suelen
ser respuestas, lugares comunes para los comisarios, benévola y maliciosamente
conocidos en algunos casos como “instructores políticos”, siempre encargados de
hacer prevalecer la nulidad mental de quienes suelen agruparse, según ellos,
bajo el insustancial apelativo de “masas”
Ante las
circunstancias expuestas, escapar de cualquiera de esas categorías nunca será
fácil, aunque tampoco imposible. Es por ello que la educación resulta tan
importante y, si no fuera así, el éxito de los inocuos de soez verborrea –como alguien
acotó- no habría sido posible. Cuando hablo de estas cosas me viene siempre a
la mente aquella frase de un tirano que a pesar de su insensatez, encontró en
su momento un desenfrenado respaldo: “…elecciones para qué”; y me pregunto: ¿en
cuántos predios del planeta, y en ese mismo momento, bajo circunstancias
históricas similares, semejante pregunta habría tenido sentido? El epítome de
la respuesta parecía comprensible, la intención: sustituir una dictadura por
otra que dura hasta hoy; muchos, desgraciadamente, la han aceptado.
Con la referencia
que la simple observación suele proveer y una pequeña cuota de interés por lo
que debe conformar nuestro entorno, debiera ser suficiente para no dar crédito
a las falsedades, alejarse de la demagogia y hacer que el valor de la sociedad,
como sucede en muchos casos, esté basado –realmente- en la cultura y no en
superficialidades de oscuro origen y malsanos propósitos. La experiencia de
vida individual, en gran medida conformadora de la experiencia social, tiene
que evadir cualquier interpretación deformada de la realidad. Esa debe ser la
única y verdadera Historia. Lo demás, por muy abultado que sea el volumen, son
cuentos de tartufos para imberbes e ignaros receptores.
José A. Arias
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