Por la importancia de su contenido tengo el placer de reproducirlo para que personas verdaderamente interesadas puedan, si aun no lo han hecho, ponerse en contacto con la brillante exposición que hace el autor y el análisis, muy acertado, que desde el punto de vista historiográfico se realiza. Propósito importantísimo representa la idea de contribuir, en lo que me sea dable, a la difusión de ideas serias, enjundiosas e importantes.
Gracias, José A. Arias.
Los últimos libros de Fidel Castro encarnan la decrepitud de la historia oficial cubana.
Todos los regímenes políticos y todos los gobiernos, democráticos o no, apelan para su legitimación a una historia oficial. Esta última es resultado de un procesamiento de los consensos historiográficos por parte de las instituciones políticas, educativas y mediáticas de la esfera pública de cualquier país. En las democracias, naturalmente, las posibilidades de impugnación de las narrativas oficiales son mayores que en los regímenes autoritarios o totalitarios, ya que la libertad de expresión y la autonomía jurídica de las instituciones culturales pluralizan la circulación de discursos históricos y limitan la construcción de relatos hegemónicos. El global adelgazamiento ideológico de los estados, que ha producido el fin de la Guerra Fría en las dos últimas décadas, hace más competido el mercado intelectual y, por tanto, más disputada la construcción de hegemonías de la memoria.
Incluso en un país como Cuba, donde persiste desde hace medio siglo un sistema político no democrático, es posible detectar algunos síntomas de ese adelgazamiento ideológico, aunque la ansiedad de legitimación simbólica siga siendo notable. En las dos últimas décadas, también en Cuba se han pluralizado los discursos públicos y, en el caso de la producción y circulación del saber histórico, esa creciente pluralidad se refleja en una mayor autonomía de la historiografía académica respecto a la historia oficial, y en una representación más incluyente y menos teleológica de los actores del pasado en las ciencias sociales. Como componente del aparato de legitimación, el relato oficial no ha desaparecido, pero poco a poco va reduciendo su esfera de influencia a la prensa, la radio y la televisión y pierde capacidad de reproducción en la educación superior y el campo intelectual.[1]
Bastante sintomático del debilitamiento de los mecanismos de legitimación histórica del régimen cubano es la cada vez mayor limitación del mismo, ya no a Granma, Juventud Rebelde, la Televisión Nacional o las editoriales del Consejo de Estado, sino al círculo de colaboradores personales de Fidel Castro. Mientras los historiadores académicos refundan una institución del antiguo régimen, la Academia de Historia de Cuba, y reclaman, con o sin ambivalencia, el concepto "tradicional" o inorgánico de "autonomía" para la misma, el partidismo histórico del discurso oficial se refuerza en el centro simbólico del poder: la persona de Fidel Castro. Los recientes libros La victoria estratégica (2010) y La contraofensiva estratégica (2010), escritos por el propio Castro con la colaboración de asesores históricos como Pedro Álvarez Tabío, Rolando Rodríguez y Katiushka Blanco, y editados por el Consejo de Estado, son la mejor prueba de la cada vez más limitada subsistencia de la historia oficial en Cuba.
Limitada subsistencia, por la cada vez menor receptividad de ese relato en los medios académicos e intelectuales, que hasta hace poco eran su principal correa de trasmisión. Pero subsistencia al fin, ya que esos libros, lo mismo que el todavía reciente Biografía a dos voces (2006) de Ignacio Ramonet, así como aquellas "reflexiones" que tratan de temas históricos, contienen la historia oficial cubana in nuce y son editados y subsidiados en cientos de miles de ejemplares y reproducidos por los principales medios de comunicación.
El excepcional rango de circulación que alcanzan esos documentos es suficiente para constatar su rol proselitista y pedagógico, su funcionalidad de constitución o preservación ideológica de una ciudadanía leal y, por tanto, de afianzamiento de la legitimidad por vías narrativas. Esa literatura oficial es la mejor prueba de que en Cuba, a diferencia de cualquier democracia, la Constitución y las leyes no son suficientes para garantizar la legitimidad y ésta debe ser constantemente abastecida por un relato hegemónico del pasado, que justifique la falta de libertades en el presente.
La historia in nuce
Dicho relato, tal y como aparece en sus textos, podría resumirse de la siguiente manera. Cuba fue colonia de España de 1492 a 1898 y a partir de ese año pasó a ser colonia de Estados Unidos. Durante el siglo XIX los cubanos intentaron independizarse y el proyecto nacional más completo de aquella centuria, elaborado por José Martí, contempló, no solo la independencia de España, sino, también, de Estados Unidos, ya que "el Apóstol" advirtió que la soberanía de la Isla pasaría de manos, entre Madrid y Washington, si su revolución no triunfaba. Con la intervención norteamericana de 1898 se frustró aquel proyecto nacional, que intentó ser retomado por algunos líderes de los años 20 y 30, como el comunista Julio Antonio Mella y el socialista Antonio Guiteras —los dos políticos de la primera mitad del siglo XX más jerarquizados en esta genealogía.[2] Aquella revolución, que intentó retomar el proyecto de Martí también fracasó por obra de Estados Unidos, la oligarquía insular y políticos autoritarios o corruptos como Fulgencio Batista, Ramón Grau San Martín y Carlos Prío Socarrás.
Así como los separatistas del siglo XIX debieron enfrentarse, no sólo a España y a Estados Unidos, sino a "corrientes reformistas, autonomistas y anexionistas", que no eran "revolucionarias", aquellos líderes de los años 20 y 30 tuvieron que enfrentarse al imperialismo, la dictadura de Machado, la oligarquía y los "pseudorrevolucionarios".[3] Estos últimos serían casi todos los políticos de origen antimachadista y de ideología liberal y democrática que conformaron gobiernos u oposiciones, entre 1940 y 1958, bajo las presidencias de Grau, Prío y Batista. En Biografía a dos voces, se hace una excepción con Eduardo Chibás, quien personifica la lucha contra la corrupción dentro de los límites de la "democracia burguesa", pero en la más reciente introducción a La victoria estratégica (2010), el juicio sobre aquella generación es tajante:
"Cuba no era un país independiente en 1953. Las ideas de Martí habían sido traicionadas por los políticos de la República. La mayoría de los revolucionarios antimachadistas o antibatistianos de los años 30 se habían vuelto pseudorrevolucionarios. El único partido que poseía una visión revolucionaria era el comunista pero estaba aislado. De ahí que era preciso lanzar un programa revolucionario por fuera de ese partido para ganar a la mayoría de la población y luego conducir un cambio revolucionario por la vía socialista."[4]
En todos estos textos se reitera el núcleo simbólico de la historia oficial, que no es otro que la ficción de que en Cuba solo ha existido una revolución, que estalló en octubre de 1868 y que, luego de varias frustraciones, triunfó el 1° de enero de 1959. A Ramonet se lo repite su célebre entrevistado, tautológicamente: "el 10 de octubre de 1868 es donde nosotros decimos que comienza —y yo lo dije—la Revolución".[5] En La victoria estratégica, se asegura, incluso, que desde 1953 aquellos líderes llegaron persuadirse de que la única manera de hacer que esa Revolución, secularmente frustrada, triunfase, era por medio de un proyecto marxista-leninista: "fue necesario comenzar de cero. Disponía ya desde que me gradué de bachiller, y a pesar de mi origen, de una concepción marxista-leninista de nuestra sociedad y una convicción profunda de la justicia".[6]
Ese comenzar de cero era la única manera de retomar el hilo de una historia cifrada, que debía desembocar en el socialismo. Solo que este último sistema no podía ser abiertamente defendido, dado el fuerte anticomunismo que Washington había trasmitido a la opinión pública de la Isla y que le restaba popularidad a la corriente comunista prerrevolucionaria.
La plasmación de un proyecto político no comunista, en todos los documentos del Movimiento 26 de Julio, en los pactos que firmó esta organización con otras de la oposición antibatistiana, como el Directorio Revolucionario o el Partido Auténtico, y en diversas cartas, artículos y declaraciones a la prensa nacional y extranjera del propio Fidel Castro, entre 1953 y 1960, es presentada en esta bibliografía, no como una orientación ideológica real de aquel movimiento, sino como una imagen de moderación, deliberadamente asumida por líderes comunistas que, para lograr sus fines, debían ocultarlos.
En un pasaje sumamente revelador del segundo libro, La contraofensiva estratégica (2010), se sostiene que todos aquellos políticos antibatistianos que, de una u otra forma, se opusieron a ese proyecto socialista no declarado, entre 1953 y 1960, fueron borrados por la historia. A propósito de Ramón Grau San Martín, Carlos Márquez Sterling y otros líderes auténticos u ortodoxos que participaron, como opositores a Batista, en las elecciones de 1954 o 1958, Fidel afirma: "poco tiempo después de la derrota batistiana, en diciembre de 1958, nadie más se acordó de ellos. Las nuevas generaciones no han oído mencionar nunca sus nombres".[7] Que la ciudadanía de la Isla desconozca a esos políticos del pasado cubano no sólo no es malo sino que es inevitable, ya que los mismos, por oponerse al curso natural de la historia, fueron sepultados por ésta.
Recordables y olvidables
La historia oficial procede, pues, por medio de una selección ideológica y moral de los actores del pasado, en la que son recordados los que integran la genealogía del poder y caen en el olvido los que no forman parte de la misma. Dicho relato funciona, en buena medida, como una corte del Juicio Final, que decide la suerte de los sujetos históricos y los distribuye entre infierno y paraíso, memoria y olvido. La falta de correspondencia entre esa manera de historiar un país y los métodos académicos de la historiografía no podría ser más notable. Muy pocos historiadores serios, marxistas, liberales, postmodernos o de cualquier orientación ideológica o metodológica, estarían de acuerdo con clasificar a los actores de un pasado nacional en recordables u olvidables.
Pero más allá de esta incongruencia, la historiografía académica difícilmente podría aceptar otras premisas del relato oficial como la de la única revolución, entre 1868 y 1959, la del mismo proyecto nacional de José Martí a Fidel Castro o la de la ausencia de soberanía entre 1902 y 1959. Es indudable que la Enmienda Platt limitó la soberanía cubana entre 1902 y 1934 —año en que fue derogada— por medio del derecho de intervención de Washington en caso de guerra civil y de la subordinación a Estados Unidos de las relaciones internacionales de la naciente República. Pero, en aquellas tres décadas, el Estado cubano tampoco careció de toda autodeterminación en sus políticas internas y externas, como puede comprobarse, por ejemplo, durante los años en que Manuel Sanguily fue Secretario de Estado del presidente José Miguel Gómez.
La historiografía académica producida dentro y fuera de la Isla da cuenta de que la vida social, económica, política y cultural de Cuba, entre 1902 y 1958, fue intensísima y no puede ser reducida al contexto de una colonia norteamericana. Durante las primeras décadas revolucionarias, la historiografía marxista intentó desarrollar el concepto de neocolonia que, por lo menos, matizaba el grado de dependencia de Estados Unidos durante aquel medio siglo. Sin embargo, en las versiones más difundidas de la historia oficial, que son las que aparecen en los textos comentados, esa matización es abandonada por la identidad entre el pasado prerrevolucionario y el estatuto colonial, que niega toda capacidad de agencia a los actores políticos republicanos.
Comenzar de cero implicaba, para los líderes históricos de la Revolución, un nuevo diseño del calendario nacional a partir, precisamente, de un año cero: 1959. Todo lo sucedido antes de ese año, salvo aquello que sirviera de anuncio o profecía, debía ser referido al pasado colonial y, por tanto, capitalista, burgués, corrupto y "prenacional" de la Isla. Con la Revolución comenzaba, propiamente, la fundación del Estado y sus líderes eran, ni más ni menos, los padres fundadores de la "verdadera nación". La difusión mundial que en el último siglo ha alcanzado esa premisa, que desde el punto de vista de las ciencias sociales o la historia política podemos calificar como "falsa", solo puede explicarse por medio del mito. Un mito que, como todos los mitos, no es lo contrario de la realidad sino la hiperbolización de un aspecto de la realidad.
Fueron muchos los intelectuales cubanos, latinoamericanos, europeos o norteamericanos que, en las tres primeras décadas del socialismo, contribuyeron a la escritura de esa mitología. Jean-Paul Sartre, Charles Wright Mills, Ezequiel Martínez Estrada, Eduardo Galeano, Cintio Vitier o Roberto Fernández Retamar serían solo algunos nombres. Dentro de la Isla, buena parte de la historiografía académica y el ensayo político (Julio Le Riverend, Jorge Ibarra, Ramón de Armas, Oscar Pino Santos, Lionel Soto, Francisco López Segrera, Fernando Martínez Heredia, Pedro Pablo Rodríguez…) también intervino en el apuntalamiento de la ficción de una revolución única, en la estigmatización del período republicano o en el acoplamiento doctrinal entre José Martí y el marxismo-leninismo. Una versión simplificada y burocrática de las ideas de estos autores pasó al lenguaje de ideólogos y dirigentes del gobierno y el Partido Comunista de Cuba.
En las dos últimas décadas, esa formación discursiva ha ido perdiendo, gradualmente, fuerza y sofisticación, en buena medida porque algunos de sus impulsores se han acercado a la historiografía crítica. Es por ello que en Biografía a dos voces, La victoria estratégica y La contraofensiva estratégica la historia oficial aparece ya como una caricatura de sí misma. Una caricatura en la que la personalización de la historia cubana se acentúa por el tono autobiográfico que predomina en los tres libros mencionados. Fidel Castro, que es un actor del pasado, carece, naturalmente, de la objetividad del historiador y sus juicios sobre Manuel Urrutia, Huber Matos o Carlos Franqui, por poner solo tres ejemplos, poseen una textura inadmisible en el lenguaje académico.[8] Las nuevas generaciones de aspirantes a historiadores oficiales son, por lo visto, incapaces de producir obras equivalentes a las de sus antecesores de los 60, 70 y 80 y prefieren convertir las parciales memorias del líder en libros de texto de la "verdadera historia patria".[9]
Integración y exclusión
Un buen ejemplo de la fragilidad con que actualmente se proyecta la historia oficial es la categoría "Personajes históricos de Cuba" de la así autoconcebida "wikipedia cubana", Ecured. Que dos dictadores como Gerardo Machado y Fulgencio Batista sean llamados dictadores es comprensible, aunque no lo es tanto que sus breves períodos de gobierno solo representen miserias para Cuba. Pero que líderes civiles, democráticamente electos, como Alfredo Zayas, Ramón Grau San Martín y Carlos Prío Socarrás, sean reducidos a "presidentes de la república neocolonial cubana", que promovieron la "corrupción, la injerencia, el soborno y el gangsterismo", no es contribuir al conocimiento histórico de un país sino propagar caricaturas y estereotipos.
La categoría "Personajes históricos de Cuba" responde a un criterio tan caprichoso y, con frecuencia, tan injusto de selección que ningún historiador medianamente serio podría admitir. ¿Por qué en la misma aparecen José Antonio Saco y Enrique José Varona y no Jorge Mañach o Fernando Ortiz? ¿Por qué se juzga subjetivamente y sin el menor respaldo documental la "falta de tacto", el "oportunismo", "el conservadurismo" o la "confusa actuación" de Manuel Urrutia Lleó, primer jefe de Estado de la Revolución en 1959? ¿Por qué tantos líderes religiosos y cívicos, involucrados en la oposición pacífica a la dictadura de Batista, muchos de los cuales a partir de 1957 o 1958 apoyaron a Fidel Castro y el Ejército Rebelde, siguen siendo invisibilizados?
¿Por qué figuras importantes del movimiento autonomista del siglo XIX, como Rafael Montoro, Eliseo Giberga o Rafael María de Labra —quien fue más republicano y abolicionista que muchos separatistas de su generación—, o del anexionista, como José Ignacio Rodríguez y Néstor Ponce de León, no son "personajes de la historia de Cuba"? ¿Por qué se borran, incluso, líderes de la Revolución de 1959, como los comandantes Huber Matos y Humberto Sorí Marín, del Movimiento 26 de Julio, y Rolando Cubela, del Directorio Estudiantil Revolucionario? ¿Por qué sigue viviendo en el limbo de la historia nacional una personalidad tan influyente en la vida política cubana entre 1940 y 1959, como Carlos Márquez Sterling, Presidente de la Asamblea Constituyente de 1940 y opositor pacífico a la dictadura de Batista?
Las inclusiones y exclusiones de Ecured reflejan con lealtad la idea de la historia que, personalmente, posee Fidel Castro y que es la que, en el último medio siglo, se ha trasmitido a las instituciones culturales y educativas de la isla. Es la idea que se plasma, por ejemplo, en dos artículos recientes aparecidos en Granma, Juventud Rebelde, Cubadebate, La Jiribilla y otras publicaciones oficiales, titulados "La batalla de Girón I y II". Aquí Castro reitera el principio de que la insurrección por él encabezada contra la dictadura de Batista, entre 1957 y 1958, y la resistencia a la invasión de la Brigada 2506, por Bahía de Cochinos, en la primavera de 1961, respondieron a una misma meta: defender la "independencia y la justicia que durante casi un siglo había buscado el pueblo cubano".[10]
Castro enmarca, por tanto, el triunfo de enero del 59 y la derrota del grupo invasor en abril del 61 dentro de un mismo ciclo histórico, iniciado con la intervención de Estados Unidos en la guerra hispano-cubano, en 1898, el "engaño" de la Joint Resolution, el Tratado de París, el desarme del Ejército Libertador y la Enmienda Platt. Poco importa que esta última hubiera sido abolida en 1934 —dato que Castro deliberadamente ignora con frecuencia— ni que la documentación política del Movimiento 26 de Julio y el propio texto de La historia me absolverá (1954) no identificaran la lucha contra la dictadura de Batista con aquella epopeya secular por la independencia de Cuba. En la memoria ideológica de Castro la oposición armada al régimen autoritario de Batista se metamorfosea en una cruzada política contra la República:
"Nosotros no disponíamos de un ejército nacional en nuestro país. Al finalizar lo que los historiadores en Cuba denominaban la Tercera Guerra de Independencia —en la que el ejército colonial español derrotado y exhausto solo podía conservar ya, a duras penas, el control de las grandes ciudades—, la metrópoli arruinada, a miles de millas de distancia, no podía mantener una fuerza casi igual a la de Estados Unidos en Vietnam, al final de la guerra genocida que llevó a cabo en esa antigua colonia francesa. Es en aquel momento que Estados Unidos decide intervenir en nuestro país. Engaña a su propio pueblo, al de Cuba y al mundo, con una declaración conjunta en la cual se reconoce que Cuba, de hecho y de derecho, debía ser libre e independiente. Firma en París un acuerdo con el gobierno colonial y vengativo de la España derrotada, y desarma al Ejército Libertador mediante soborno y engaño. Con posterioridad, se le impone a nuestro país la Enmienda Platt, la entrega de puertos para uso de su armada, y se le otorga la supuesta independencia, condicionada por un precepto constitucional que le concedía al gobierno de Estados Unidos el derecho a intervenir en Cuba. Nuestro valeroso pueblo luchó en solitario, tanto como el que más en este hemisferio, por su independencia frente a la nación que, como expresó Simón Bolívar, estaba llamada a plagar de miseria a los pueblos de América en nombre de la libertad. En Cuba había un ejército entrenado, armado y asesorado por Estados Unidos. No diré que nuestra generación posea más mérito que alguna de las que nos precedieron, cuyos líderes y combatientes fueron insuperables en sus luchas heroicas. El privilegio de nuestra generación fue la oportunidad de probar, por azar más que por méritos, la idea martiana de que 'un principio justo desde el fondo de una cueva, puede más que un ejército'".[11]
No hay en todo el escrito de Fidel Castro sobre Playa Girón el menor intento de distinguir las distintas fases de la historia republicana (1902-1958) ni de discernir entre la lucha en la Sierra Maestra contra la dictadura de Batista y la construcción del socialismo a partir de 1961. Cualquier periodización política elemental, a partir de la cultura, la mentalidad o los intereses de actores históricos concretos, es inconcebible dentro de la fantasía de una isla llamada a derrotar un imperio. El "principio justo", que en José Martí representaba el fin del régimen colonial y esclavista español y la construcción de una república democrática, desde las ideas e instituciones de fines del siglo XIX y principios del XX, es asimilado en esta mitología a la misión providencial de la resistencia a Estados Unidos y el advenimiento del comunismo.
Del pueblo metahistórico a la memoria del caudillo
En cualquier democracia contemporánea las distancias entre los usos personales de la historia de un estadista y la escritura y difusión de la historia divulgativa y profesional suele ser suficientemente holgada. En el caso de Cuba, sin embargo, donde Fidel Castro, desde su retiro, sigue jugando un rol protagónico dentro del aparato de legitimación simbólica, no es así. Los escritos de Castro son capítulos visiblemente ubicados en el centro de una discursividad histórica oficial, que se reproduce en los medios de comunicación electrónicos e impresos, en las instituciones de educación primaria, secundaria y —en menor medida— superior e, incluso, en una zona ortodoxa de las ciencias sociales.
Esos resortes simbólicos del poder llegan a familiarizarse tanto con la sintonía entre historia nacional y memoria personal de Castro que, con frecuencia, se pierde la separación entre ambas. La saludable distinción entre memoria e historia, recomendada por Paul Ricoeur, Pierre Nora y otros historiadores contemporáneos para cualquier ciudadano o para la república misma, se deshace en el relato fidelista de la historia. Un relato construido por quien ejerció la jefatura del Estado cubano por casi medio siglo y que todavía hoy abastece parte considerable de la simbología oficial.
En la segunda parte del ya citado texto La batalla de Girón (2011), Castro recurre a la documentación reunida por el historiador oficial Pedro Álvarez Tabío, en la Oficina de Asuntos Históricos del Consejo de Estado de la Isla, para narrar la "verdadera historia" de los sucesos de abril de 1961. Sin embargo, esa "verdadera historia" no es más que el conjunto de mensajes que el propio Castro intercambió con la oficialidad cubana mientras dirigía la defensa contra el desembarco de la brigada de exiliados cubanos por las costas de Playa Larga y Playa Girón. En un momento del relato, Castro confiesa: "es difícil escribir sobre los acontecimientos históricos cuando muchos de los protagonistas principales han fallecido o no están en condiciones de testimoniar sobre los hechos".[12]
Para Castro, por tanto, la historia es memoria o, más específicamente, testimonio. No de los ciudadanos o las comunidades que reproducen diariamente la vida social sino de los líderes revolucionarios que, con visión cesarista o napoleónica, supieron "interpretar" las claves de su tiempo y conducir a la nación a su destino.
¿Qué tiene que ver esta idea caudillesca de la historia con Marx, con Engels o con filósofos e historiadores marxistas del siglo XX como Walter Benjamin o Eric Hobsbawm? Nada. La idea fidelista de la historia cubana, que transcriben no pocos historiadores oficiales de la isla que se autodenominan "marxistas", es, en todo caso, un eco apagado de la filosofía heroica de la historia decimonónica, que defendieron pensadores románticos como Thomas Carlyle o Ralph Waldo Emerson, y que hicieron popular, en el pasado siglo, biógrafos como Emil Ludwig o Stefan Zweig.
A diferencia de Lenin, Stalin, Mao o cualquier otro líder comunista del siglo XX, incluido, por supuesto, el Che Guevara, Fidel Castro no asimiló nunca el pensamiento marxista. Sus apelaciones al mismo, durante el periodo soviético sobre todo, fueron impostadas, exteriores: una reiteración mecánica de conceptos, en la que la propia oratoria personalísima de Castro se desdibujaba. El verdadero punto de conexión intelectual de Castro con el estalinismo o el maoísmo no ha sido la teoría marxista sino el culto a la personalidad. Una vulgar exaltación de sí, compatible con el meollo mesiánico y maniqueo del nacionalismo revolucionario y con la embrutecedora metafísica del único marxismo que ha circulado libremente en Cuba en el último medio siglo: el soviético.
En escritos políticos y discursos memorables del joven Fidel, como La historia me absolverá (1954) o la Primera Declaración de La Habana (1960), el sujeto de la historia de Cuba era el "pueblo" metahistórico, siempre dado, idéntico e inmutable, que se había levantado en armas contra el colonialismo español en 1868 y 1895, contra la dictadura de Machado en 1933 y contra la de Batista en 1959. En la idea del devenir nacional del anciano Castro, plasmada en las "Reflexiones", el sujeto de la historia es el propio líder, toda vez que su memoria personal se ha confundido, irremediablemente, con la trama del pasado. Poco a poco la historia oficial cubana experimenta un desplazamiento similar: su sujeto ya no es el pueblo sino el caudillo: Fidel.
Legitimidad y oposición
Una de las características de las dos últimas décadas postcomunistas es que mientras esa historia oficial se caricaturiza en los medios de comunicación y se abandona en el campo intelectual y académico, la oposición al gobierno cubano se vuelve mayoritariamente pacífica y desecha la confrontación de la ilegitimidad del régimen. La mayoría de los opositores, desde luego, piensa que el gobierno cubano es ilegítimo, desde el punto de vista democrático, pero no se enfrenta al mismo como si se tratara de un régimen de facto que debe ser derrocado por la fuerza. Pudiera afirmarse la paradoja de que, en los últimos años, cuando la legitimidad jurídica del Estado logra imponerse más claramente, la legitimidad ideológica del socialismo, basada en la historia oficial, experimenta su mayor agotamiento.
La paradoja nos devuelve a la relación entre legitimidad e historia, anotada al inicio de este ensayo. La historia oficial, como discurso de legitimación de un régimen no democrático, cumple, entre otras funciones, la de mantener viva, en la memoria ciudadana, la guerra civil, la stasis, es decir, la fractura de la comunidad provocada por el orden revolucionario. De ahí que en ese discurso sean tan frecuentes la clasificación de los sujetos del pasado en amigos y enemigos, héroes y traidores, patriotas y antipatriotas, y la conexión genealógica entre estos y los partidarios u opositores del régimen en el presente. Una vez que los opositores abandonan la stasis y contraponen pacíficamente a la legitimidad totalitaria una legitimidad democrática, la historia oficial comienza a perder receptores y, lo que es más grave, comienza a perder el respaldo de la historiografía académica, que le servía de caja de resonancia.
Dado que la falta de democracia en Cuba continuará por algún tiempo, no habría que descartar que el debilitamiento de la historia oficial se incorpore a las tácticas de normalización del totalitarismo que aplica la élite del poder. En foros académicos internacionales, por ejemplo, ya se escuchan voces oficiales que aseguran que en Cuba no existe una historia oficial sino un conjunto de interpretaciones marxistas del pasado. Lo cual es cuestionable, por lo menos, en tres sentidos: la historia oficial sí existe —como prueban las publicaciones históricas del Consejo de Estado—, dicha historia no es marxista sino burdamente nacionalista y algunos de los marxistas serios que quedan en la Isla no suscriben el relato hegemónico de esa historia oficial.
El fenómeno de la decadencia de la historia oficial cubana debería ser estudiado como parte de la recomposición del campo intelectual que se está viviendo, actualmente, dentro y fuera de la Isla. Es difícil, tan siquiera, sugerir que dicha recomposición tenga alguna incidencia directa en la producción de un cambio político o una transición a la democracia. Ese tipo de fenómenos parecen ser más característicos del prolongado fin de un régimen que del surgimiento de uno nuevo. Podemos asegurar, sin embargo, que la reescritura de la historia cubana ya comenzó, aunque sus principales aciertos permanezcan inaccesibles a la mayoría de los ciudadanos de la Isla. Solo cuando esa reescritura de la historia logre constituir un público en la Isla, la pluralización de la memoria se volverá tangible y favorecerá la democratización cubana.
[1] Para un recorrido por la historiografía crítica reciente, dentro y fuera de la isla, ver mi capítulo, "El debate historiográfico y las reglas del campo intelectual en Cuba", en Araceli Tinajero, Cultura y letras cubanas en el siglo XXI, Madrid, Iberoamericana/ Vervuert, 2010, pp. 131-146.
[2] Ignacio Ramonet, Fidel Castro. Biografía a dos voces, Barcelona, debate, 2006, pp. 65-78.
[3] Ibid, p. 29.
[4] Fidel Castro. La victoria estratégica, La Habana, Consejo de Estado, 2010.
[5] Ignacio Ramonet, Op. Cit, p. 32.
[6] Fidel Castro, Op. Cit.
[7] Fidel Castro, La contraofensiva estratégica, La Habana, Consejo de Estado, 2010.
[8] Ignacio Ramonet, Op. Cit, pp. 518-519.
[9] Enrique Ubieta, "Los héroes y la historia total", Cubadebate, 25/ 10/ 2010.
[10] Fidel Castro, “La batalla de Girón”, I, (15/ 4/ 2011).
[11] Ibid.
[12] Fidel Castro, “La batalla de Girón”. II (25/ 5/ 2011).
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