No se trata de hacer crítica, porque si bien el ejercer el derecho a opinar
puede ser demoledor o alabancioso, suele estar permeado de sentimientos e
intereses que nada tienen que ver con lo absolutamente literario; al menos en
lo relacionado con cualquier asunto fuera de la escolástica. Referirse a la indisoluble
relación genérica “escritor-ser humano” no debe ser usado como un canon para
interpretar el valor de la creación y aún, para los que escriben, no resulta
fácil separarse de tales interpretaciones. Nadie como Padura lo ha conseguido
en un contexto adverso y del que por propia decisión ha decidido no
desentenderse en lo situacional. De esa manera, se hace justicia a sí mismo y
contribuye a una interpretación que hace o, al menos propone, esa misma
justicia para sus iguales.
La calidad literaria de su obra, su laboriosidad, la tenaz y profunda labor
investigativa en su vinculación y uso de la Historia verdadera lo han hecho acreedor
del Premio Princesa de Asturias que acaba de obtener y que bien ha merecido.
Creo que nadie que pretenda contarse entre los que hacen de la crítica un
argumento justiciero, podría dejar de reconocer que Leonardo Padura es el mejor
escritor de los últimos cincuenta y seis años dentro de la oferta de las letras
cubanas in situ porque ha conseguido
algo muy difícil: mantenerse fiel a su propio origen como hombre, como ser
humano y regalarnos a su vez una obra cuyo contenido no está permeado del
desaguisado panfletario –abyecto u opuesto- de la politiquería.
Nada de ello es casual porque el escritor, como ser humano, debe vivir en
su tiempo y en la búsqueda de sus raíces y en su interpretación, encontrar la
manera idónea de expresar sus inquietudes a futuro que lo hagan trascender;
ello es siempre difícil y tarea cuesta arriba. Quien, como Padura, busca en la
Historia acercarse a la verdad, se conduce por el camino más difícil e intrincado;
máxime cuando desde el punto de vista literario y a un escritor de su origen y
su generación, las interpretaciones de la historia deben haberle sugerido
tantos momentos difíciles. La historia de la literatura, humanísticamente
concebida fuera de las situaciones coyunturales de la política, nos permite
contar con muchos buenos y convincentes ejemplos; también, en algunos momentos
de oscurantismo, con otros de ingrata impronta. Pero aún en el caso de que los
peores hayan trascendido, constituyen evidencia de que el juicio político per se, nunca es conveniente. Recordemos
que la era soviética tuvo sus nóbeles: Gorki y Sholojov y que también
he escrito –en éste mismo blog- lo que pienso del Realismo Socialista.
Creo que filosóficamente quedó demostrado desde que Nietzsche publicó su
ensayo “El Nacimiento de la Tragedia” y concluyó lo pernicioso que puede
resultar, sobre todo desde el punto de vista de la trascendencia, que el
artista –que sale del pueblo y se debe a él- se convierta en vocero y expositor
de una u otra tendencia ajena al arte –la literatura lo es en un sentido
profundo e inmediato más allá de las artes visuales aunque no lo parezca. No
habría que remontarse al XIX para comprenderlo; en pleno siglo XX, la validez del
argumento también es plenamente justificable. Borges, quien fue una víctima de
las sucias artimañas del populismo peronista en su propio país, estuvo siempre
muy por encima de tales efectos al concebir su extraordinaria obra y Octavio
Paz, a quien como a muchos de sus colegas le tocó vivir un tiempo efervescentemente
político, prefirió asumir en sus ensayos la crítica, como hombre y ciudadano, de
una infraestructura de la que, inclusive, llegó a formar parte; su obra
literaria es literatura y nada más (El Laberinto de la Soledad, por ej.) aunque en sus ensayos advierta, a mi juicio y
como pocos lo hicieron en su tiempo, acerca del peligro de la ideología. Es más, en "Sor Juana y Las Trampas de la Fe", Paz pontifica en el sentido de lo que puede ser la religión para el que escribe y deshace los argumentos de la ritualidad y la ortodoxia mediante las concepciones que siempre tuvo al respecto. Los límites existen y deben ser respetados, quizás sin que históricamente deban ser condenados al ridículo como hace Sánchez Dragó a quien, de vuelta de todo, no le falta en ocasiones la razón (Gargoris y Habides).
No se trata de hacer comparaciones, por eso lo advierto para evitar
confusiones; pero como seguramente, los escritores tienen y siguen sus
paradigmas, es obligado referirse a los que caben dentro de tal categorización.
¿O es que acaso Don Mario, pudo convertirse en un gran político, al tratar de
conseguirlo y ser derrotado por un convicto, hoy entre rejas y en su momento?
Cuando era un apasionado defensor de las izquierdas en Latinoamérica y
pronunció aquel famoso discurso, “La Literatura es Fuego”, al recibir el premio
Rómulo Gallegos allá por el 1967 en la misma Caracas que hoy se ve convertida,
por obra y gracia de los ajetreos políticos de populistas inescrupulosos, en
una de las capitales del Socialismo del Siglo XXI, Don Mario –uno de mis
escritores preferidos- no era, ni podía ser, el “Don” ganador del Premio Nobel.
Quizás su ego –hasta cierto punto justificado- no le permita aceptarlo del
todo; pero como simple lector, el Vargas Llosa que prefiero es el de “El
Paraíso en la Otra Esquina”, “Los Cuadernos de Don Rigoberto” o “La Tía Julia y
el Escribidor” Ese, el escritor que nos arroba y nos conduce de su mano a
través de una trama argumental cuya envergadura muy pocos han sido capaces de alcanzar,
es el que me complace y enaltece mi espíritu al expandir mis propios horizontes.
El juicio del lector, no está representado por himnos, banderas o escudos y de
ser así, padece de crónica y lacerante enfermedad; recuerdo cuando leí “Ensayo
sobre la Ceguera” de José Saramago o sentado en un banco de Ezeisa y en el
preludio de un viaje largo, me tropecé con “El Alep” de Borges; salvando la
distancia entre género y contenido (ficción y realidad) volví a reiterar en mí
la convicción de que hay textos que deben leerse acreditándole el valor de una
visión humana pero sin afectación del profundo y trascendental valor literario
donde lo artístico y lo humano se funden a través de la creación por el autor. Sólo en ese
sentido, la literatura puede ser fuego y mantener viva la llama que desde el
ágora ilumina el intelecto y la sana curiosidad de los hombres.
Para dejar aclarado mi punto de vista debo referirme al caso de algunos
escritores que sin haber sido victimizados; pero si usados, han sido maltratados mediante la interpretación de su
obra a través y mediante el concurso de las opiniones políticas. No es casual
que en el contexto latinoamericano nombres como los de José Lezama Lima, Alejo
Carpentier o Guillermo Cabrera Infante tengan el mismo origen o, al menos, una
filiación territorial común y se les haya denostado por ello. Está
de más referirse al fuerte contenido ideológico que en su entorno y en cada
caso hace el común de frases tan desdichadas como aquella de que “un
intelectual es un obrero de las letras”, pero lo que se me hace difícil
entender es que quienes salgan en su defensa –o la combatan- se dejen arrastrar
por las bajas pasiones y se digan, o se crean, entendedores del intelecto, aún
desde posiciones políticas en la antípoda y donde en muchas ocasiones el
pseudo-argumento “político-literario”, les hace coincidir fatalmente.
En los casos que he citado, los nombres se inscriben por derecho propio
porque han logrado separar y a la vez congeniar el juicio personal basado en la
Historia verdadera mediante la creación
de sus argumentos y personajes que no siempre son tendenciosa, magnífica y
convenientemente ganadores en su pulso con la vida y su razón estriba en el
propio fracaso de su desempeño, descrito mediante el empleo de un profundo y cuidadoso tratamiento psicológico (Ergo: el caso de un personaje auténtico como la
fabiana Flora Tristán, en la novela de Vargas Llosa "El Paraíso en la Otra
Esquina"). Cabrera, disidente temprano, trasciende como escritor justamente
cuando deja de ser político y aunque hasta su muerte fue un severo crítico de
lo que impera en su país de origen, su obra no está marcada por el énfasis en
lo que para él fue, sin dudas, una gran frustración. En su visión retrospectiva
y cinematográfica –algo siempre presente en él- bordea el costumbrismo cercano
a una fuerte dosis de categorización sociológica del tema, que pretende abarcar
épocas y contextos desde una dimensión y perspectiva horizontales y en la que
prevalece el juicio del pueblo y en consecuencia de la sociedad, basados en la idiosincrasia
que de política no tiene nada y, en el mejor de los casos, la visualización del “choteo”
referida por Mañach en su conocido ensayo; de ahí y que por su ruptura temprana,
haya tenido que pagar el precio que pagó: un Premio Cervantes que por su valía como escritor, no consiguió
ser profeta en su propia tierra. ¿O acaso el reconocimiento literario de Dulce
María Loynaz o Alejo Carpentier –tildado de afrancesado peyorativamente- y por
supuesto, fuera de círculos muy limitados, para quienes esconden bibliotecas en
cajas de fósforo (crédito a Montaner al referirse a la biblioteca de R. Castro)
y que son mayoría, supera el que se hace a Guillén, Barnet o Pablo A. Fernández
por citar sólo unos pocos?
No, ahora al influjo o bajo el efecto del éxito de Padura, no todos quieren
ser lezamianos (sic), acordarse de Virgilio (Piñera) o del malogrado Reinaldo
Arenas –que vivió como murió y murió sin plegarse a los bastardos discernimientos de la
politiquería. Ello me parece acusación más merecida y ha lugar para una barra de
fanáticos del fútbol, una hinchada. Inclusive, un hombre y un nombre como el de
Heberto Padilla (La Mala Memoria y En mi Jardín Pastan los Héroes), víctima de circunstancias
similares, creció como poeta y escritor al amparo de su desacato de las “normas y los parámetros”
para alcanzar la dimensión justa que a la larga ha merecido y cuando decidió
renunciar a todo el lastre que tales circunstancias le imponían. Me alarma que
alguien (o algunos) desde cualquier trinchera,
pretendan erigirse en críticos expositores de la obra de cualquier escritor por
el lugar donde estuvo, lo que haya expresado o pueda expresar (muchas veces
tergiversado) y anatematizarle porque no esté donde ellos están y lo quieran
meter en la bolsa de la relación amor-odio, intransigencia-perdón y otras
freudianas dicotomías conducentes a una falta de eclecticismo totalmente ajeno
a la literatura. Por ese camino no se llega a ninguna parte.
He leído a Padura y escuchado sus argumentos en varias ocasiones y ante
diferentes foros de conformación plural. En consecuencia, he llegado a concluir
que ha sabido sortear su propia historia y su destino, simplemente como lo que
es, un magnífico escritor y un hombre sincero. Sería lógico pensar que por ello
ha recibido el premio que le han otorgado y lo que, de seguro, para él es más
importante: el reconocimiento y el logro de conseguir lo que otros, a pesar de
su nombre y su valía, aún están por lograr: que sus compatriotas hablen de él,
lo lean, lo conozcan, lo analicen y empiecen a verse a través de sus historias
como seres humanos para sentirse alentados a dirimir y dirigir sus destinos
fuera de los cánones ideológicos del “zoon politikon” y el “hombre nuevo”
José A. Arias-Frá.
Junio 27/2015.
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