Saturday, June 27, 2015

LEONARDO PADURA Y EL PREMIO PRINCESA DE ASTURIAS.


No se trata de hacer crítica, porque si bien el ejercer el derecho a opinar puede ser demoledor o alabancioso, suele estar permeado de sentimientos e intereses que nada tienen que ver con lo absolutamente literario; al menos en lo relacionado con cualquier asunto fuera de la escolástica. Referirse a la indisoluble relación genérica “escritor-ser humano” no debe ser usado como un canon para interpretar el valor de la creación y aún, para los que escriben, no resulta fácil separarse de tales interpretaciones. Nadie como Padura lo ha conseguido en un contexto adverso y del que por propia decisión ha decidido no desentenderse en lo situacional. De esa manera, se hace justicia a sí mismo y contribuye a una interpretación que hace o, al menos propone, esa misma justicia para sus iguales.

La calidad literaria de su obra, su laboriosidad, la tenaz y profunda labor investigativa en su vinculación y uso de la Historia verdadera lo han hecho acreedor del Premio Princesa de Asturias que acaba de obtener y que bien ha merecido. Creo que nadie que pretenda contarse entre los que hacen de la crítica un argumento justiciero, podría dejar de reconocer que Leonardo Padura es el mejor escritor de los últimos cincuenta y seis años dentro de la oferta de las letras cubanas in situ porque ha conseguido algo muy difícil: mantenerse fiel a su propio origen como hombre, como ser humano y regalarnos a su vez una obra cuyo contenido no está permeado del desaguisado panfletario –abyecto u opuesto- de la politiquería.

Nada de ello es casual porque el escritor, como ser humano, debe vivir en su tiempo y en la búsqueda de sus raíces y en su interpretación, encontrar la manera idónea de expresar sus inquietudes a futuro que lo hagan trascender; ello es siempre difícil y tarea cuesta arriba. Quien, como Padura, busca en la Historia acercarse a la verdad, se conduce por el camino más difícil e intrincado; máxime cuando desde el punto de vista literario y a un escritor de su origen y su generación, las interpretaciones de la historia deben haberle sugerido tantos momentos difíciles. La historia de la literatura, humanísticamente concebida fuera de las situaciones coyunturales de la política, nos permite contar con muchos buenos y convincentes ejemplos; también, en algunos momentos de oscurantismo, con otros de ingrata impronta. Pero aún en el caso de que los peores hayan trascendido, constituyen evidencia de que el juicio político per se, nunca es conveniente. Recordemos que la era soviética tuvo sus nóbeles: Gorki y Sholojov y que también he escrito –en éste mismo blog- lo que pienso del Realismo Socialista.

Creo que filosóficamente quedó demostrado desde que Nietzsche publicó su ensayo “El Nacimiento de la Tragedia” y concluyó lo pernicioso que puede resultar, sobre todo desde el punto de vista de la trascendencia, que el artista –que sale del pueblo y se debe a él- se convierta en vocero y expositor de una u otra tendencia ajena al arte –la literatura lo es en un sentido profundo e inmediato más allá de las artes visuales aunque no lo parezca. No habría que remontarse al XIX para comprenderlo; en pleno siglo XX, la validez del argumento también es plenamente justificable. Borges, quien fue una víctima de las sucias artimañas del populismo peronista en su propio país, estuvo siempre muy por encima de tales efectos al concebir su extraordinaria obra y Octavio Paz, a quien como a muchos de sus colegas le tocó vivir un tiempo efervescentemente político, prefirió asumir en sus ensayos la crítica, como hombre y ciudadano, de una infraestructura de la que, inclusive, llegó a formar parte; su obra literaria es literatura y nada más (El Laberinto de la Soledad, por ej.)  aunque en sus ensayos advierta, a mi juicio y como pocos lo hicieron en su tiempo, acerca del peligro de la ideología. Es más, en "Sor Juana y Las Trampas de la Fe", Paz pontifica en el sentido de lo que puede ser la religión para el que escribe y deshace los argumentos de la ritualidad y la ortodoxia mediante las concepciones que siempre tuvo al respecto. Los límites existen y deben ser respetados, quizás sin que históricamente deban ser condenados al ridículo como hace Sánchez Dragó a quien, de vuelta de todo, no le falta en ocasiones la razón (Gargoris y Habides). 

No se trata de hacer comparaciones, por eso lo advierto para evitar confusiones; pero como seguramente, los escritores tienen y siguen sus paradigmas, es obligado referirse a los que caben dentro de tal categorización. ¿O es que acaso Don Mario, pudo convertirse en un gran político, al tratar de conseguirlo y ser derrotado por un convicto, hoy entre rejas y en su momento? Cuando era un apasionado defensor de las izquierdas en Latinoamérica y pronunció aquel famoso discurso, “La Literatura es Fuego”, al recibir el premio Rómulo Gallegos allá por el 1967 en la misma Caracas que hoy se ve convertida, por obra y gracia de los ajetreos políticos de populistas inescrupulosos, en una de las capitales del Socialismo del Siglo XXI, Don Mario –uno de mis escritores preferidos- no era, ni podía ser, el “Don” ganador del Premio Nobel. Quizás su ego –hasta cierto punto justificado- no le permita aceptarlo del todo; pero como simple lector, el Vargas Llosa que prefiero es el de “El Paraíso en la Otra Esquina”, “Los Cuadernos de Don Rigoberto” o “La Tía Julia y el Escribidor” Ese, el escritor que nos arroba y nos conduce de su mano a través de una trama argumental cuya envergadura muy pocos han sido capaces de alcanzar, es el que me complace y enaltece mi espíritu al expandir mis propios horizontes. El juicio del lector, no está representado por himnos, banderas o escudos y de ser así, padece de crónica y lacerante enfermedad; recuerdo cuando leí “Ensayo sobre la Ceguera” de José Saramago o sentado en un banco de Ezeisa y en el preludio de un viaje largo, me tropecé con “El Alep” de Borges; salvando la distancia entre género y contenido (ficción y realidad) volví a reiterar en mí la convicción de que hay textos que deben leerse acreditándole el valor de una visión humana pero sin afectación del profundo y trascendental valor literario donde lo artístico y lo humano se funden a través de la creación por el autor. Sólo en ese sentido, la literatura puede ser fuego y mantener viva la llama que desde el ágora ilumina el intelecto y la sana curiosidad de los hombres.

Para dejar aclarado mi punto de vista debo referirme al caso de algunos escritores que sin haber sido victimizados; pero si usados, han sido maltratados mediante la interpretación de su obra a través y mediante el concurso de las opiniones políticas. No es casual que en el contexto latinoamericano nombres como los de José Lezama Lima, Alejo Carpentier o Guillermo Cabrera Infante tengan el mismo origen o, al menos, una filiación territorial común y se les haya denostado por ello. Está de más referirse al fuerte contenido ideológico que en su entorno y en cada caso hace el común de frases tan desdichadas como aquella de que “un intelectual es un obrero de las letras”, pero lo que se me hace difícil entender es que quienes salgan en su defensa –o la combatan- se dejen arrastrar por las bajas pasiones y se digan, o se crean, entendedores del intelecto, aún desde posiciones políticas en la antípoda y donde en muchas ocasiones el pseudo-argumento “político-literario”, les hace coincidir fatalmente.

En los casos que he citado, los nombres se inscriben por derecho propio porque han logrado separar y a la vez congeniar el juicio personal basado en la Historia verdadera  mediante la creación de sus argumentos y personajes que no siempre son tendenciosa, magnífica y convenientemente ganadores en su pulso con la vida y su razón estriba en el propio fracaso de su desempeño, descrito mediante el empleo de un profundo y cuidadoso tratamiento psicológico (Ergo: el caso de un personaje auténtico como la fabiana Flora Tristán, en la novela de Vargas Llosa "El Paraíso en la Otra Esquina"). Cabrera, disidente temprano, trasciende como escritor justamente cuando deja de ser político y aunque hasta su muerte fue un severo crítico de lo que impera en su país de origen, su obra no está marcada por el énfasis en lo que para él fue, sin dudas, una gran frustración. En su visión retrospectiva y cinematográfica –algo siempre presente en él- bordea el costumbrismo cercano a una fuerte dosis de categorización sociológica del tema, que pretende abarcar épocas y contextos desde una dimensión y perspectiva horizontales y en la que prevalece el juicio del pueblo y en consecuencia de la sociedad, basados en la idiosincrasia que de política no tiene nada y, en el mejor de los casos, la visualización del “choteo” referida por Mañach en su conocido ensayo; de ahí y que por su ruptura temprana, haya tenido que pagar el precio que pagó: un Premio Cervantes  que por su valía como escritor, no consiguió ser profeta en su propia tierra. ¿O acaso el reconocimiento literario de Dulce María Loynaz o Alejo Carpentier –tildado de afrancesado peyorativamente- y por supuesto, fuera de círculos muy limitados,  para quienes esconden bibliotecas en cajas de fósforo (crédito a Montaner al referirse a la biblioteca de R. Castro) y que son mayoría, supera el que se hace a Guillén, Barnet o Pablo A. Fernández por citar sólo unos pocos?

No, ahora al influjo o bajo el efecto del éxito de Padura, no todos quieren ser lezamianos (sic), acordarse de Virgilio (Piñera) o del malogrado Reinaldo Arenas –que vivió como murió y murió sin plegarse a los bastardos discernimientos de la politiquería. Ello me parece acusación más merecida y ha lugar para una barra de fanáticos del fútbol, una hinchada. Inclusive, un hombre y un nombre como el de Heberto Padilla (La Mala Memoria y En mi Jardín Pastan los Héroes), víctima de circunstancias similares, creció como poeta y escritor al amparo de su desacato de las “normas y los parámetros” para alcanzar la dimensión justa que a la larga ha merecido y cuando decidió renunciar a todo el lastre que tales circunstancias le imponían. Me alarma que alguien (o algunos) desde cualquier trinchera, pretendan erigirse en críticos expositores de la obra de cualquier escritor por el lugar donde estuvo, lo que haya expresado o pueda expresar (muchas veces tergiversado) y anatematizarle porque no esté donde ellos están y lo quieran meter en la bolsa de la relación amor-odio, intransigencia-perdón y otras freudianas dicotomías conducentes a una falta de eclecticismo totalmente ajeno a la literatura. Por ese camino no se llega a ninguna parte.

He leído a Padura y escuchado sus argumentos en varias ocasiones y ante diferentes foros de conformación plural. En consecuencia, he llegado a concluir que ha sabido sortear su propia historia y su destino, simplemente como lo que es, un magnífico escritor y un hombre sincero. Sería lógico pensar que por ello ha recibido el premio que le han otorgado y lo que, de seguro, para él es más importante: el reconocimiento y el logro de conseguir lo que otros, a pesar de su nombre y su valía, aún están por lograr: que sus compatriotas hablen de él, lo lean, lo conozcan, lo analicen y empiecen a verse a través de sus historias como seres humanos para sentirse alentados a dirimir y dirigir sus destinos fuera de los cánones ideológicos del “zoon politikon” y el “hombre nuevo”

José A. Arias-Frá.

Junio 27/2015.

 

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