Al enfrentarnos a la realidad por intermedio de la información de lo que
acontece cotidianamente, la interpretación puede parecer tarea cuesta arriba.
Es evidente que la inmediatez de la noticia debe estar limitada a la exposición
de los hechos y cuando entra en el juego la opinión todo comienza a cambiar.
A quien le interesa el periodismo de opinión se le hace ineludible
enfrentarse al análisis de los hechos y llegar a conclusiones que no siempre son coincidentes. Ello no implica que la
especulación –especie de vicio carente de sentido, pero no de culpa- tenga
cabida como parte de un análisis serio y mesurado. La superficialidad, atributo
del desconocimiento, es hoy algo como “la ganga” –materia inservible- en el
mineral, difícil de purificar y sólo a través del proceso que lo hace
técnicamente posible en la comparación aludida.
Voy a referirme a tres hechos que han hecho titulares importantes
recientemente y los siguen generando: 1.-La matanza de Iguala, 2.-El Estado Islámico
y el asunto de las decapitaciones, 3.-La vinculación entre corrupción y
narcotráfico. En cualquier caso, la afectación de las noticias en su ámbito de
consumo inmediato, parecen ser hechos aislados. En la práctica el análisis
obliga a establecer una vinculación entre los tres problemas principales del
mundo actual: narcoterrorismo, religión y corrupción.
Al incluir la religión, la interpretación etimológica no es el problema.
Todos los efectos negativos comienzan a manifestarse cuando se deja de lado la
relatividad del concepto canónico e incluyente, para hacer del mismo alimento
de la ortodoxia agresiva y excluyente. Aunque puede parecer algo punible,
injustificado y hasta sacrílego que sectores radicales dentro de distintos grupos
religiosos asuman determinadas actitudes es, sin embargo, inevitable. Sólo en
ese sentido el asunto religioso se convierte en problema cuya solución no parece
alcanzable y no debe inducir a poner el grito en el cielo y rasgarse las
vestiduras. La cuestión no es en blanco y negro, aunque los grises tampoco
suelen colorear el panorama.
En occidente parece existir el consenso de que el Islam es el ejemplo más
evidente de lo anterior y en efecto teólogos y teósofos, independientemente de
su filiación, dan argumentos válidos que, unidos al testimonio de
la noticia in situ, refuerzan sus
conclusiones. Pero los problemas que se derivan del enfrentamiento entre
religiones de diverso origen cultural y por añadidura ancestral; no pueden
considerarse zanjados por la coexistencia de cultos aún dentro de un mismo
escenario. La coexistencia anima la convivencia pero no incluye la aceptación
conceptual que, quiérase o no, sigue siendo esencialmente excluyente. Sin hacer
comparaciones, baste decir que entre fieles católicos hay diversidad de
criterios que los enfrentan desde su perspectiva con relación a lo que debe ser
posible o no en la visión a futuro de su Iglesia.
En el mundo actual, paradójicamente atribulado por el caudal de la
información y su fluidez, parece posible afirmar que lejos de resolverse
cualquier asunto relacionado con la concomitante religiosidad de los hombres,
ello es un problema que se agrava al poner distancia entre las diferentes
concepciones de la deidad absoluta y diversa, dicotomía original que subyace en
la historia de las religiones y cuyos efectos no ha sido posible atenuar y sólo
circunstancialmente parece ser paliada mediante la asunción de una actitud,
cuando menos melifluamente hipócrita.
Hoy el extremismo de la ortodoxia con el que se abanderan los sectores más
radicales del Islam enfrenta a los musulmanes entre si y a su vez y sin ambages,
a otros grupos humanos practicantes de otras religiones cuyo consenso no es
intrínsecamente coincidente. Parece ser que los teólogos –expertos en explicar
estas contradicciones- están en acuerdo en cuanto a las raíces históricas e
insolubles del problema, en tanto lo es y da origen al hecho matizado con el
terror, en un mundo global y formando parte de una “red” (informática) en la
que en gran medida está capturado por la imagen, argumento básico de la
información y testimonio de su inmediatez.
Lo expresado puede ser graficado con cientos de ejemplos que rebasan las
posibilidades del objetivo de éste trabajo, pero pensar en las razones
subyacentes en el enfrentamiento entre el radicalismo musulmán y el resto de la
visión amparada en la diversidad religiosa del resto del mundo, no parece
descartable ni discutible. Únicamente en ese sentido la religión se torna en el
principal avatar de un problema que, en el nombre de Dios (dioses) los hombres
–fieles- no parecen querer resolver, mientras, se agrava bajo los efectos de su
propia y mundana falta de ética y amoralidad. Como en ecuación, la cancelación
de tales factores engendra la antítesis de la religiosidad: el vil asesinato
que degenera en la guerra y en el meollo, el problema de las religiones que ha
hecho correr ríos de sangre a través de los tiempos y en el que la civilidad no
parece haber propiciado grandes cambios, más bien, ha introducido argumentos que
hacen la crueldad más evidente.
Los otros dos asuntos a los que se hace inevitable considerar como problemas
que desencadenan sus secuelas y durante un tiempo que es difícil precisar
cronológicamente, tienen una correlación manifiesta.
La incidencia nefasta de su vinculación se ha desenvuelto de la mano de
coyunturas políticas y económicas que han variado en apariencia pero en las que
corrupción, narcotráfico y narcoterrorismo (su peor secuela) siempre han
encontrado los mecanismos de imbricación apropiados. Sin ser exclusivo de
territorios del denominado tercer mundo el “clandestinaje” del cultivo, la
elaboración y producción de narcóticos en ese ámbito geopolítico han sido y
son, un secreto a voces. El poder del dinero crea los mercados y de la misma
manera financia la producción, mientras la entronización de la corrupción se
encarga de completar un panorama funcional de los carteles que proyectan,
promueven, magnifican y controlan la producción y los mercados de drogas y
estupefacientes.
En versión que denota el éxito y a su vez el fracaso de limitar el negocio,
los carteles de la droga han expandido sus redes de influencia hacia otros
sectores dentro de la economía conceptualizada como normal. En esto último el
poder corrosivo y corruptor del dinero que se filtra a través de operaciones de
“lavado y limpieza” contribuye a ampliar los niveles de corrupción, incluidos
amplios sectores de grupos bancarios, industriales, comerciales y estratégicamente
políticos.
Todo lo anterior se ha hecho tan evidente que ponerle freno recuerda la
imagen de echar agua al canasto y, en lo tocante a lo que pueden hacer las
autoridades para evitar el crecimiento, es ostensiblemente paradójico que
quienes pueden obtener y han obtenido dividendos de tales circunstancias,
pretendan ser los mismos que intenten ponerle freno. No se trata de una
generalización que pueda involucrar gobiernos permisivos y tolerantes, pero sí
de poner en evidencia que quienes se mueven tras los elementos representativos
del poder están, al menos, bajo la amenaza permanente del narcoterrorismo. ¿De
no ser así, cómo entender que los cabecillas puedan actuar con la impunidad que
les caracteriza?
La matanza de los cuarenta y tres estudiantes de Ayotzinapa incluye todos
los ingredientes que pueden conjuntarse para demostrar lo argumentado: abusos
reiterados de autoridades militares y policiales que no son excepción del
empobrecido estado de Guerrero, participación de operativos de un cartel hasta
el presente considerado de menor envergadura pero que fue en su momento ejecutante
de otro muy poderoso el de los Beltrán Leyva y cuyo nombre está en el centro de
la matanza: los Guerreros Unidos, la vinculación de las autoridades municipales
por intermedio de la pareja conformada por el alcalde pederreísta y su mujer y
la timorata y dilatada gestión de las autoridades federales en la actuación
llevada a cabo para encontrar respuesta a un hecho de semejante envergadura.
Lo más preocupante al respecto, es que durante las labores de investigación
hayan sido descubiertas más de treinta fosas comunes conteniendo restos de
personas asesinadas a mansalva mediante ejecuciones masivas y cuya desaparición
no parece haber sido investigada consecuentemente. Entre la política del estado
mediante la llamada guerra contra el narcotráfico, primero de Calderón y ahora,
según se afirma, bajo diferentes presupuestos anunciados por Peña Nieto, la
categorización de los resultados en materia de salvaguarda de los derechos
humanos desciende a los pormenores de una evaluación en la escala negativa.
Frente a ello, la respuesta de la autoridad aparece festinadamente envuelta en
argumentos de carácter ineficaz, mientras la proporción entre el terror y el
crimen y la incapacidad de los funcionarios adquiere un carácter inversamente
proporcional: a más terror, menos límites operativos y el desplazamiento de los
carteles a actividades que en el marco de la permeada legalidad les está
permitiendo operar nuevos negocios. De ello hay evidencias alarmantes.
No hay necesidad de graficar los hechos con cifras, son terribles y sólo desde
las tribunas, “absolutamente inaceptables” respuesta de políticos que no pueden
actuar en consecuencia por arrastrar un
nivel de compromiso que permea hoy a los principales partidos que
representan una democracia gravemente dañada y enferma por una tradición de
corruptela y compadrazgo que viene de muy lejos; de ahí que la nimiedad de la
respuesta: “no es aceptable e investigaremos hasta las últimas consecuencias,
caiga quien caiga” enfrenta otra directa, certera y elemental de la población
que sufre las consecuencias: “estamos cansados, ni un crimen más, queremos
soluciones” Entre los sectores que no son beneficiarios pero si victimizados,
la reacción representada en actos de violencia inmediata es, si no justificada,
lógica; una respuesta a la concupiscencia y la complicidad de las autoridades.
Es cierto que cualquier producto capaz de crear mercado redituable y aún
más, uno como el que nos ocupa, mercado cautivo a través de la dependencia; promueve
altos incentivos para su creación y desarrollo. El asunto del narcotráfico ha
servido a muchos propósitos, todos de naturaleza espuria; desde fomentar la
desestabilización política en gran escala como ha sido en el caso colombiano, hasta
promover el deterioro social en países del primer mundo en que el poder de
compra alienta el interés por el negocio de la comercialización. Siendo justo
al evaluar el resultado, habría que concluir que los mecanismos puestos en
funcionamiento para lidiar con el problema han fracasado y aunque algunos
traten de justificar el crecimiento de la producción y su secuela mediante el
alegato de que el consumo lo alienta, el resultado de la interacción es, hasta
hoy, inefectivo e incapaz siquiera de paliar los peculiares efectos colaterales
manifiestos en el caso mejicano.
Revisando toda la información brindada sobre esta última masacre se hace
fácil encontrar los elementos que han desembocado en los hechos y hay en ellos argumentos
que el propio Estado hace valer como pertinentes de su soberanía, siendo así,
algo que no debería ponerse en tela de juicio; habría que preguntarse: ¿debe
ser defendida la soberanía entendida como autoestima y jerarquía máxima del
poder del Estado frente a la ilegalidad, la corrupción y el compadrazgo? Si la
respuesta es afirmativa, según se infiere, entonces habría que concluir que en
el caso, exabrupto de la norma, la soberanía ha devenido en escudo del
chauvinismo, la demagogia y el populismo.
En lo relativo al análisis de los flagelos más acuciantes para la humanidad
hasta hoy, es indudable que hay demasiadas preguntas sin respuesta; mientras,
seguimos amparándonos en logros que parecen producir un regocijo demasiado
pírrico. Es como quien compra al crédito sin haber pensado como pagará.
José A. Arias Frá.
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