Es algo muy común escuchar analistas de la situación política latinoamericana, algunos de ellos ciertamente reconocidos, pronunciarse en el sentido del establecimiento de una paridad entre dictaduras de derecha y gobiernos encabezados por individuos de abiertas y manifiestas posiciones socialistas-marxistas y comunistas. Equiparar, por ejemplo, longevas dictaduras como lo fueron las de Rafael L. Trujillo en República Dominicana, la dinastía de los Somoza en Nicaragua o los mandatos de Stroessner o Pinochet, en Paraguay y Chile respectivamente, con las ambiciones temporalmente ilimitadas de los nuevos caudillos revolucionarios. Hay en ello un error de apreciación que puede generar graves consecuencias.
Parece elemental establecer las diferencias, pero cuando se trata de caudillos, no representa lo mismo hablar de los “socialistas del siglo XXI” quienes en primera instancia no se reconocen a si mismos como dictadores a pesar de sus comunes aspiraciones de trascendente intemporalidad gubernamental; y contrariamente se ubican en la antípoda política, no simplemente aupada por un signo (izquierda o derecha) sino atrincherados en una ideología con la que suelen galvanizarse para hacerse irreductibles y lo que es peor, paradigmáticos.
Los matices ideológicos carentes de actualidad y efectividad han servido para concretar, en el caso de los personajes a que nos referimos, un espectro bastante difuso aun tratándose de la aplicación de un trasfondo ideológico común debido a que la improvisación y las raíces de su contenido acusan una extrema precariedad teórica (solo por expresarlo de manera paliativa). Vínculos poco menos que raros o inexistentes otrora, como el de la religión y el marxismo, aparecen como evidencia de una confusión, que sin abandonar la intolerancia y el hecho de no dejar de atribuir al líder magnánima autoridad parecen, en la práctica, un argumento de ridícula operatividad.
Pero lo peligroso en estos casos es la confusión creada, siempre ex profeso, entre los sectores populares. No se trata de discernir cuan profundo puede ser el efecto de la influencia de la “lucha de clases” en la sociedad; el afán inmediato consiste en crear la confusión mediante el uso sistemático de la apostasía y la mentira y en ese sentido siempre se avizora el uso de una tenaz propaganda basada en ambos presupuestos para lograr la confusión.
En los sistemas democráticos, pongamos por caso el norteamericano; la gran prensa no oculta, más bien se hace eco de ello casi a diario, lo que se reconoce como “una evidente polarización de la opinión pública” entre demócratas y republicanos y tras los resultados de la últimas elecciones en Noviembre del 2012, en efecto, la realidad respalda la opinión; estadísticamente el voto popular proyectó una correlación del 47% contra el 53%, la separación de poderes garantiza que las instituciones políticas y judiciales tanto como el ejecutivo no puedan desconocer la influencia del 47% derrotado en las urnas y que consecuentemente deba tenerse en cuenta su opinión.
En las elecciones de Octubre del 2012 en Venezuela, o en el caso de las más recientes en Ecuador y en las que en ambos procesos resultaron vencedores Hugo Chávez y Rafael Correa, respectivamente; los ciudadanos agrupados en los porcentajes que no respaldaron a los re-electos candidatos no solo son ignorados, algo peor; se constituyen automáticamente en blanco de un despiadado ataque que pasa por los epítetos más aberrantes, las más siniestras acusaciones, el endilgamiento de alianzas inexistentes y los pone ante la poco atractiva posibilidad de vivir permanentemente con un pie en la cárcel, dentro de ella, o el ostracismo absoluto. ¿Es esto una manera democrática de gobernar?, ¿Puede realmente desconocerse la opinión manifiesta en las urnas de más del 40% de los votantes en ambos casos?
Si la “democracia” por la que abogan fuera mínimamente real y la acción gubernamental no estuviera precedida de objetivos espurios debiera existir en cualquier caso un balance que evitara calificar desde el poder y por sus ocupantes a sus opositores de neofascistas, sifrinos, pitiyanquis y majunches según se hace en Venezuela por parte de los actuales representantes del gobierno en ese país. Hasta ahí el argumento reviste un carácter de apostasía irremediablemente culposa por parte de sus expositores, pero la mentira se materializa cuando se trata de presentar como una opinión en bloque que concede un mandato unívoco, irreversible y que en consecuencia autoriza a la mayoría a concentrar todo el poder en sus manos. No es muy difícil entender que por ese camino la “democracia socialista” de los marxistas se acerca más a los desmanes de la tiranía que al verdadero consenso democrático.
Si fuéramos a referirnos a los modelos que se siguen en cualquier caso es posible encontrar una respuesta más exacta. El derrumbe del socialismo marxista y ortodoxo euro oriental vigente durante una buena parte del siglo XX y casos como el cubano y el norcoreano, hasta hoy prevalecientes y donde sigue sin ser permitido el más mínimo margen a la oposición allende la demagogia encapsulada en una verborrea sin cuento de quienes detentan el poder, no ayudan a pensar de forma muy alentadora a quienes tratan de apreciar diferencias en la acción de sus ejecutores.
Por eso cuando se trata de explicar similitudes entre dictadores, meros asaltantes del poder e inescrupulosos ejecutores del mismo y advenedizos demagogos que se respaldan con una ideología superada, sí es necesario establecer diferencias: en el primero de los casos las apariencias no engañan en el segundo, el engaño entronizado por intermedio de argumentos falaces logra confundir y desvirtuar la necesaria y justa compensación entre verdad y mentira, equidad y aberraciones chauvinistas, probidad y corrupción y pone a nuestros nuevos tiranos en capacidad de desempeñarse como representantes de la voluntad popular, algo que no es cierto, aunque se interprete aún en círculos verdaderamente democráticos, como una realidad incontrastable. Bastaría con equiparar el común deseo en todos los casos de aspirar a la perpetuidad, sin que se tenga en cuenta la capacidad de propios y ajenos para gobernar. Creo que en ese sentido los nuevos dictadores revolucionarios, socialistas y marxistas –aunque eviten el uso del término- no admiten competencia y discriminan inclusive a sus abyectos seguidores.
Los clásicos, cubanos y norcoreanos, cuya ejecutoria es el espejo en que se miran los bisoños representantes del socialismo del siglo XXI; conforman la evidencia de un pasado que entra en la historia como evidencia de un fracaso que puede ser perfectamente documentado. ¿Cómo puede entenderse la promesa de una solución efectiva a los problemas de un continente que no encuentra el camino, según se alega, por intermedio de quienes miran al pasado como promesa de futuro?
Como he argumentado en otras ocasiones, sólo basta referirse a las pruebas y a pesar de resultados altamente discutibles en algunos casos como los de Venezuela y Ecuador, basados en la bonanza petrolera de los últimos diez años, otros indicadores de la estabilidad sociopolítica e inclusive económica, se hallan en números rojos. El demagógico discurso, canto de sirena para los “sant-cullottes” de nuestros intempestivos tiempos de reavivamiento revolucionario en algunos de nuestros países; hace que todo lo que puedan alegar nuestros “flamantes líderes” se convierta, a la larga, en argumentos en su contra. ¿O es que no existen evidencias palmarias y contundentes al respecto? Habría, de ser posible, que preguntarle a quienes han aprendido a saber de primera mano en 54 años, cúal es el destino de entuertos, desaciertos, frustraciones y promesas incumplidas.
José A. Arias.
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