Aunque se ha escrito bastante al respecto a veces se vuelve tedioso para el lector encarar un tema, que sin embargo, es de vital importancia. El planeamiento, desarrollo y posterior establecimiento de la revolución social cuya base ideológica ha sido el socialismo marxista, es un producto político incosteable.
No se trata de denostar una teoría cuyo balance histórico está escrito en números rojos, tampoco de herir la idílica sensibilidad de los gestores de una justicia inexistente, aún en el plano puramente sociológico. La mayoría de los intentos que se encuadran en el marco de una filosofía cuya corroboración pone en evidencia sus errores, parece tener “a priori” posibles argumentos justificables; en ese sentido el problema se evidencia al dejar a un lado la mecánica dictada por los argumentos de carácter económico y pensar que producir, a partir de la centralización, la equidad; es sinónimo de la abolición, entre muchas cosas, de las clases sociales.
El ariete de los revolucionarios en su denodado empeño contra los cánones de la sociedad que consideran injusta, es pensar que mediante la aplicación práctica de la eliminación de las estructuras anteriores al estallido de la revolución social, se puede conseguir la igualdad que para ellos es sinónimo de la abolición de las clases sociales, a las que ven en un natural y permanente enfrentamiento en medio del cual se incrusta la idea de la revolución. Evidentemente el recurso ideal es conjurar el resultado de esta idea en el ámbito que parece idóneo: el establecimiento del socialismo.
En el caso de todas las revoluciones socialistas e independientemente de cómo se hallan producido, la ignorancia implícita de la influencia de la economía en la vida de una nación (algo que suele suceder aún en contra de la propia teoría) anatematiza el pensamiento, tiende a confundir la realidad y termina devorando los recursos disponibles para financiar, a cualquier costo, la revolución.
Explicar la necesidad de la equidad, a partir de un proceso revolucionario radical, no suele tener en cuenta los resultados a mediano y largo plazo que la inserción en el plano de las relaciones económicas internacionales crea a todo país, no como piensan y creen los revolucionarios argumentando siempre relaciones de supeditación –que también tienen una lógica incómoda, pero real- y que sólo se ventilan en el plano del enfrentamiento político.
En la vida –inútil- de las revoluciones socialistas, sobreviene entonces un proceso de degradación, no de desarrollo; que conduce a un agotamiento de los recursos y que convierte el hecho puramente político y en apariencia trascendental, en un “boomerang” que termina consumiendo el primitivo auge enmarcado en la “gloria revolucionaria” para develar una realidad que está originalmente divorciada de los propósitos.
De acuerdo a lo dicho, el factor de la incidencia histórica comienza a poner en tela de juicio los resultados y produce una superposición de argumentos que solo pueden seguir siendo ignorados por intermedio del poco ecléctico y rígido “corsé” ideológico. El juicio expuesto es, sin dudas, válido para cualquiera de los procesos revolucionarios basados en el socialismo marxista y es también la causa inmediata de su estrepitoso fracaso.
No es secreto para nadie, ni tampoco difícil de entender, el por qué del fracaso del socialismo marxista allí donde fue implantado acudiendo al socorrido recurso de la revolución o en nombre de ella como un proceso de expansionismo al socaire de cualquier hecho inmediato. La Revolución Socialista de Octubre de 1917, cuya consecuencia fue la evidencia de un proceso como el descrito; es en este sentido un ejemplo contundente y las causas de su fracaso, en medio de sus devaneos, frustraciones y la terminal ruina de la economía soviética, el colofón lógico de procedimientos inviables y altamente costosos. No es posible solventar las necesidades de grandes grupos humanos por intermedio de la cancelación de la iniciativa individual y en su antípoda, el establecimiento de una centralización económica total y a contrapelo de las normas que dicta el funcionamiento del mercado y las fluctuaciones que de él se derivan; ello solo conduce al ostracismo que en el plano de las relaciones internacionales se convierte entonces en una guerra de desgaste sin fin y para quienes lo pretendan.
Lo anterior explica el período que tuvo lugar inmediatamente después de la segunda postguerra, conocido como “guerra fría” que no sólo contribuyó al desgaste soviético y que arrastró a los satélites de la URSS a una quiebra, en gran medida impuesta por razones ideológicas y que terminaron paralizando la economía de esas esferas de influencia. Si esto sucedió en territorios cuyos recursos naturales hubiesen permitido un desenvolvimiento diferente, bajo condiciones distintas; ¿qué queda entonces para otros lugares donde las condiciones no son tan favorables?. Países de base agrícola o en los que la diversidad productiva es prácticamente inexistente, embarcados en procesos de revoluciones sociales de carácter marxista habrán de encaminarse al fracaso de su gestión en cualquier dirección. Así, mientras el subsidio es posible, la demagogia se enseñorea entre los sectores populares y el oportunismo político desemboca en la aparición de un sector burocrático que acusa una muy torcida integración y que en última instancia sólo ha de responder a la jerarquía política de un grupo que en la gran mayoría de los casos esta estructurado y plegado a una dirección castrense (militar); tal y como cuadra a una sociedad sin márgenes de iniciativa y ejecutoria individual: totalitaria.
Durante la segunda mitad del pasado siglo y en las primeras décadas del presente, la corroboración de esta hipótesis está dada por la supervivencia desesperada de procesos como el de Cuba o Corea del Norte y si dejamos de lado la verborrea de los argumentos preñados de insensatez y encaramos seriamente, sin apresuramientos pueriles y fanatizados los resultados en ambos casos, la ecuación carece por completo de alternativas de viabilidad. La cuestión no es, como se pretende hacer ver, el resultado de la confrontación política dentro de una inexistente relación de bloques o áreas de nivel de desarrollo diferente. Menos aún debe entenderse como el resultado de la “traición a las ideas del socialismo”. La realidad en cualquier caso acusa y devela causas relacionadas con factores endógenos que subvierten la prosperidad, traban la economía y frenan el desarrollo. Si a lo anterior se suma la idea de la negatividad ante la vinculación con el resto del mundo por intermedio de la validez en el mantenimiento de relaciones mercantiles (aún basadas en el libre mercado); el cuadro es desolador y endémico para las sociedades que lo padecen, lo aúpan y lo justifican.
Finalmente la pregunta que se impone desde cualquier perspectiva debe estar relacionada con la manera de paliar estos efectos. Hay muchos ejemplos y el más contundente puede ser el relacionado con el desenvolvimiento de los antiguos países de Europa Oriental. No obstante otros casos muy diferentes, que sin haber sucumbido a la tentación del socialismo marxista, radical y revolucionario; pueden ser citados como ejemplo de alternativas viables. En el concepto de una visión mucho más amplia también deberán tenerse en cuenta los casos de China y Vietnam, a pesar de las numerosas interrogantes que aún persisten en torno a la vigencia de sus respectivos sistemas políticos. Es evidente que en ambos países el abandono del ostracismo económico ha sido la clave del éxito logrado en el ámbito económico.
Pensar en términos de una lógica prudente, realista y viable debe eximir, inclusive a los más radicales, del hecho de pensar que la “pureza ideológica” puede constituirse en fórmula para el futuro y la solución de los problemas sociales haciendo tabla raza de la inserción en el sugestivo y cambiante mundo globalizado. En otros términos: los cambios que se imponen deben sugerir una óptica aperturista y para nada pensar en el futuro sobre las bases de un pasado totalmente superado, entre otras cosas, por la propia Historia.
José A. Arias.
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