Nota introductoria.- Este artículo de opinión fue publicado
originalmente en 2011; por su vigencia, he decidido volverlo a exponer a la
consideración de los lectores después de considerar algunos cambios en su
contenido original. J. Arias.
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Se me
hace difícil entender, y a veces hasta soez, la extraña vocación que algunos
experimentan por el conservadurismo genérico e inflexible; indiscutible
arquetipo ideológico en cualquier caso. Debo aclarar, que no es de mi predilección
elaborar en el sentido de temas de
opinión, y que la vocación personal suele –al menos para mí- mostrarse
vinculada al oficio, que es la investigación histórica y el análisis de hechos
en su coyuntura, con el propósito de
arribar a conclusiones lógicas.
Pero
el origen, que es motivación en sí, no siempre puede soslayarse, y como ahora,
me compele a opinar. Bendita posibilidad la del que puede decir lo que piensa,
ser aceptado o criticado, inclusive denostado, con o sin razón, y continuar
caminando entre la gente sin encasquetarse un gorro en la mollera, incapaz al
fin, de desvirtuar su identidad para ponerlo en solfa y cuando menos,
ridiculizarle sin otro propósito que fusilar el pensamiento. Las ideas deben
expresarse libremente, pero lo que no se puede es coartar el origen; ni por la
censura, o la conveniencia del silencio auto-impuesto.
Es
sencillo; cuando lo anterior sucede, no importa en qué momento de la vida
empezamos a conocer la libertad y a través de sus magnos preceptos seculares,
debemos aprender a vivir democráticamente. Lo difícil es que, en ocasiones, no
funciona como lógicamente debe ser.
Para quien
ha conocido las dos caras de la moneda, la experiencia resulta extraordinariamente
educativa. Si sumamos el tiempo vivido y los recuerdos del pasado (nuestro
pasado) y lo comparamos con el presente, los motivos de regocijo son aún
mayores. ¿Por qué no para todos, si de alguna manera y estemos dónde estemos,
aún somos víctimas? Ese análisis es la base de lo que debe ser la unidad
espontánea en la diversidad y además su única premisa válida y original.
El empeño
de querer mantenerse anclado en un convulso y tormentoso pasado, contribuye a
soliviantar la psiquis enferma y lo que es peor, cauteriza en el cerebro la
confusión y el embotamiento. Sé que no es fácil entender la intención y lo más
socorrido es la crítica a priori y sin cuartel, al puro estilo de los marxistas
contumaces y ortodoxos que, con razón, caracterizamos como enemigos, no solo
nuestros, sino de toda la humanidad según la Historia reciente en la
post-modernidad ha demostrado y en lo que parece haber concordia.
Teniendo
en cuenta lo anterior, los matices se convierten en una proposición secundaria
y para los que no distinguen entre lo básico y las argumentaciones que del
objeto se derivan, el propósito adquiere magnitudes contractuales y las ideas
dejan de serlo para favorecer la inercia. Los confundidos, terminan
convirtiéndose en víctimas del inmovilismo (el más caro propósito de los
ideólogos de tribuna y las ideologías de enfermizos y oscuros orígenes) y el
impacto de las ideas, viento en contra de las velas. Por último, el argumento
moralizador; que tiende a confundirse con un cuasi papismo religioso, tampoco
tiene sentido si la política está precedida por su propia ética que,
lógicamente, no es sectaria. No hay discrepancia en lo inherente a rechazar una
absurda y mal montada campaña para vender ideas obsoletas, ni los avatares de
los que se reviste.
El
tiempo y los hechos refuerzan la valía de la argumentación y fuera del
enquistamiento panfletario en el contexto, no se hace posible demostrar lo
contrario. Aquí, lo penoso resulta que un país casi tenga que dejar de existir,
para convertirse en epitafio de una revolución innecesaria. Las revoluciones no
suelen ser democráticas, remitámonos a sus propias historias para colegir qué
puede haber de coincidente entre ellas, sus resultados y el mundo de las ideas,
porque si en la motivación original, alguna vez se hicieron presentes, en su
desarrollo –ex profeso degenerado- van a terminar en las antípodas del
presupuesto. Valga el ejemplo de un país –Ecuador- donde el gobierno y su
presidente alegan llevar a cabo “la revolución democrática” haciendo de la
frase su slogan favorito; ¿existe allí una verdadera democracia?
Hoy, quizás,
se hace probable –y posible- concluir que aquello que no fue dable ganar de
otra manera, está siendo ganado sin hacer cruenta la batalla. Cuando el
enemigo, que no es el pueblo, se atrinchera en su ideología absurda y
extemporánea y acude a los maniqueícos y arcaicos argumentos de los que siempre
se ha valido, no hace otra cosa que darnos la razón. Lo único que debemos hacer,
es no caer en su trampa.
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