Es muy probable que vengan al caso numerosas citas para explicar y hacer entender a neófitos y versados la indisoluble relación entre la tiranía, el despotismo, la injusticia social y la criminalidad que genera el desasosiego y libera la herencia macabra de la desolación, la orfandad y el desaliento; potenciado por un sentimiento de impotencia inaplazable que no encuentra paliativos sin alterar las condiciones prevalecientes a la sombra de las que prospera, crece y se desarrolla el mal.
En tiempos tan lejanos cronológicamente como los comienzos del siglo XIX, el presbítero Varela -en camino a ser beatificado por Roma- indiscutible forjador de voluntades entre los cubanos de entonces, inconscientes aun de que tenían motivos para ejercitar su albedrío y definir su situación política; escribió:
"...Hay, además, que advertir cómo la impiedad abre el camino al despotismo, pues en tanto que existe una perfecta armonía entre la justa libertad y la religión sublime, la hipocresía política pretende eliminar dicha armonía, de donde se concluye en alteraciones de la paz social (...) O, aún más, atacando las leyes, luego de habituar al pueblo a desobedecerlas bajo la creencia de que son inadecuadas e injustas" (1)
¿Puede quedar alguna duda sobre la complicidad concomitante e implícita en la gestión que representa el sometimiento de la voluntad popular al mandato de los tiranos? La cita es de 1835, tomada del ensayo sobre "La Impiedad" escrito por Varela como parte del primer volumen de sus conocidas "Cartas a Elpidio"; su actualidad, sencillamente trascendental y demoledora. La impunidad de la violencia no es, como muchos creen, un fenómeno contemporáneo; Ni está aupado y/o es solamente consecuencia de la frivolidad de nuestro tiempo en apego a los avatares tecnológicos del mundo actual. Lo que sin dudas, determina tal convencimiento, es la confusión entre el origen de la violencia en las sociedades contemporáneas -fenómeno de carácter sociológico- y el desconocimiento de los factores que específicamente pueden generar, desatar y, lo que es peor, mostrar una imagen de proclividad a la violencia y hacerla aparecer como válida a fin de justificar la permanencia en el poder después de haberlo secuestrado, lo que es un fenómeno de implicaciones estrictamente políticas.
Como afirma Varela, es el desconocimiento y desaprobación de las leyes que emana del poder lo que hace pensar a los criminales en la impunidad de sus actos y que se reafirmen como perniciosa secuela en el contexto en que la legalidad se convierte en acto leguleyo e improvisado y, aunque pueda afirmarse que psicológicamente la mentalidad de un criminal tiene como denominador común la carencia de escrúpulos, después de cometer el crimen; no es lo mismo pretender cazar a los criminales, que propender a la creación de un ambiente en que la criminalidad no se acomode, o que sus índices puedan medirse en cifras de un sólo dígito con relación a la población. En ese sentido, la influencia que se ejerce en medio de un ambiente totalitario es casi comparable a ese fenómeno tan en boga hoy del "bullying", bajo la férula y el pretexto de un ejercicio del poder por las dictaduras totalitarias que lo convierte así, en un argumento más de sus atribuciones. Allí donde los hechos se manifiestan en los referidos términos y sin temor a exagerar, el perfil humano de los gobernantes adquiere un carácter cuasi lombrosiano, a contrapelo del contenido determinista de semejante caracterización en desuso.
No se puede dudar que la violencia exacerbada es un fenómeno vigente, sobre todo, difícil de contener y en consecuencia reducir; pero tampoco es rebatible que en los regímenes totalitarios siempre aparece y se acrecienta, directa y/o indirectamente vinculada a sus representantes. No es necesario hacer historia de esa malsana relación y es muy probable que el lector sea capaz de imaginarse los ejemplos superlativos que la Historia, desde tiempos muy remotos, recoge de semejante contubernio. Cuando el crimen se justifica desde el poder y se apela a él como acto de patrioterismo y, llegando aun más lejos, se le convierte en inapelable decisión más allá de las leyes y en especie de traje cortado a los gustos del tirano, cualquier mecanismo encaminado a la educación de las personas como entes capaces de entender su conducta a partir de una necesidad de participación social y ciudadana, carece de sentido y lleva en su origen la semilla de la nulidad.
Por la incongruencia subyacente entre despotismo, dictaduras y su maledicencia política y el verdadero ejercicio de la justicia, no es posible afirmar que la criminalidad pueda ser contenida, reducida y eliminada bajo semejantes condiciones. El único medio en que pueden ser efectivos -y ello también es demostrable- los programas, los planes y se justifique la cuantiosa, pero necesaria inversión que el estado debe y tiene que hacer al respecto (tanto en la prevención como en la re-educación) es donde impere un ambiente democrático y constitucional apegado a la razón de la ley ejercida por magistrados competentes, imparciales y justos; no por corruptos que tienden a "ver la paja en el ojo ajeno, sin observar el lingote en el suyo propio"
Para quien quiera explicarse porque existen países en nuestro planeta donde los índices de criminalidad son alarmantes; basta sólo pensar en los argumentos expuestos; sin olvidar, tergiversar u ocultar las estadísticas que por concurso de su claridad meridiana, no mienten; de ahí el marcado, tendencioso y malsano interés de los dictadores en ocultarlas. La revisión de la historia del totalitarismo evidencia que es más fácil y redituable barrer la basura debajo de la alfombra y que ésta se convierta en la envoltura de una sociedad intrinsecamente moribunda.
Mientras no se interrumpa la relación aquí expuesta, todo lo que se haga para evitar la muerte de personas inocentes es sólo un acto de pura demagogia, así como también lo es querer demostrar la infalibilidad de una ley que no lo es, ejecutada por sicarios al servicio de la ilegalidad subyacente. Mientras tanto, los muertos heredan a sus deudos -a veces hijos pequeños e inocentes- la eterna pena y el dolor de su abrupta e inesperada partida.
(1).-Varela y Morales Félix.- "Cartas a Elpidio" (Sobre la impiedad, la superstición y el fanatismo). Editorial Cubana. Miami, 1996.
José A. Arias
Enero, 2014.
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