La compleja
relación entre la ruina material y moral puede tener significado cuando al
tratarse de la primera, se exhibe con orgullo lo que del pasado se logra
rescatar y validar; pero convertir las ruinas morales en morada de un presente
oculto e impresentable es un bochorno. Eso, se llama decadencia.
Nadie mejor
que Antonio José Ponte, ha descrito esa relación en sus historias (Un Arte de
Hacer Ruinas y otros cuentos), basadas en la caracterización de la decadencia,
cuya magnitud define en el plano de la dimensión histórica e ineludible; una
dimensión atemporal cifrada por el efecto de la descomposición -moral- de todos
los imperios.
He ahí, la
distinción que escapa a la visión del turista en un caso como el de Cuba. El
ente heterodoxo que observa y juzga, arriba a conclusiones y determina su
propósito a partir de muestras aleatorias de la verdadera realidad, nunca es
una buena referencia y, su única ventaja, los réditos que puede producir. Su
curiosidad se engarza en una relación binaria y desproporcionada: paga mucho,
por saber muy poco y, dentro de la oferta, el ciclo se convierte en una
relación incestuosa en la que se hace vulnerable y fácil víctima del engaño; no
de quien lo aborda y le asedia, más bien de quien le vende imágenes amplificadas
entre las que permanecerá encerrado en una especie de invisible cerco. Para tales
situaciones, no suelen haber excepciones y, regularmente el tiempo disponible,
tampoco contribuye.
Cuando se aborda
el problema, la razón no estriba en cancelar el fin (cruceros o viajes de
placer por cualquier vía) porque es lo más común; lo difícil está en lo que las
apariencias ocultan y que en el caso que nos ocupa es demasiado y, está relacionado con el
carácter prioritario que se da al tratamiento alienante y demagógico del tema en que el fin, justifica los medios. Puede parecer exagerado, aunque válido; el
turista que arriba a Pyongyang se tropieza con el ordenamiento absoluto
exhibido entre una pulcritud exagerada que motiva dudas y no es otra cosa que
el fraude del colectivismo impuesto desde arriba. ¿Y qué de las estepas
desoladas y heladas, escenario de hambrunas colectivas y de una crasa pobreza al interior?
En la disparidad que entraña la respuesta, está signada la desmoralización,
también normada “desde arriba” y virtualmente infranqueable.
Salvando las
distancias, sucede lo mismo en otro ambiente –más atractivo, sobre todo en lo
folclórico- en que los turistas establecen su comunicación con el medio a
través de la curiosidad que motiva en ellos la visión –actual- del pasado
representado en imágenes que le son ajenas y, junto a las dosis de caras y
tentadoras ofertas, se olvida de las realidades. Realidad y fantasía, son términos excluyentes y en medio
de la distracción, es preferible enajenar la realidad. He aquí, que el precepto
de moral social se diluye culposamente entre fortalezas y palacetes –preservados-,
espectáculos nocturnos fastuosos y escenarios históricos; pretendida
escenografía de la “historia revolucionaria” El turista, va al cepo por propia
voluntad, cree que ha conocido la verdad y se vuelve su vocero, pero; ¿sabe
realmente que es víctima de la superficialidad, o prefiere engañarse a sí mismo?
Mientras todo
lo que ve –lo que le muestran- es la negación de lo escuchado en otros
ambientes y en medio de eso que llaman “la Cuba profunda”, la situación es otra;
porque la Cuba profunda no se exhibe en vitrinas y de haberse conocido, forma
parte de una campaña malintencionada y orquestada por “enemigos” que "denigran" su historia y sus raíces, pero a cuyas huestes se suman, por razones similares, y cada vez en mayores cantidades los que protagonizan el éxodo, habitantes de un contexto fuera del
alcance de la percepción no prevista en la verdadera y profunda realidad de un
país ideológicamente, minuciosamente cuadriculado, en que lo cierto tiene
menos valor que la mentira oficial.
Ofensivo me
parece hablar de una muestra de la “cultura cubana”; sobre todo, si como es el
caso; se le reduce a los acápites convenientes de una historia contada por los
que se sienten vencedores y donde el final siempre es el mismo: el libreto
chauvinista y amañado en que los protagonistas siempre son “los buenos” y
“malos” quienes se les oponen, incluidos los que se esconden y malviven, entre
las ruinas lacerantes de su propia humanidad; esa que Ponte bien describe como
el arte de la decadencia.
Entretanto, una
y otra vez, se esparcen las runas sobre el tablero, aunque no dicen mucho; pareciera que usarlas para lograr conjuros a futuro, no es ciertamente su
función y, entre ruinas y runas, la gente, devorada por el tiempo, trata de
supervivir.
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